[Oleo del Combate naval de Iquique, de Thomas Somerscales]
VEINTIUNO DE MAYO
El día 23 de mayo despertamos con el rumor de una infausta nueva.
Nunca olvidaré la honda impresión que en mi ánimo y en el de todo chileno hizo la noticia de la pérdida de la Esmeralda.
La versión primera fue brutal, desesperante; algo así como una angustiosa pesadilla en la que el cuadro de la catástrofe, entrevisto entre sombras, a merced del resplandor fugitivo de un relámpago domina toda otra sensación.
El telégrafo decía sólo esto:
«Combate naval en Iquique entre Independencia, Huáscar, Covadonga y Esmeralda. Esmeralda, viéndose perdida, pero sin arriar del tope su bandera, voló la Santa Bárbara, sepultándose en el mar con todos sus tripulantes...»
Pero luego vino la ampliación, y con ella la enmienda:
«Independencia a pique, Esmeralda, hundida por espolón Huáscar, después de una resistencia sin ejemplo. Prat, Serrano y varios marineros, abordaron el buque enemigo y perecieron combatiendo heroicamente sobre su cubierta. Más tarde detalles».
Los detalles no tardaron en llegar, deslumbrantes. El drama había durado tres horas. El mar estaba tranquilo. La ciudad, como el león que teniendo a corta distancia a su débil presa finge que duerme para dar de repente el golpe más rudo, más terrible, fingía también dormir...
Ni el menor ruido daba a entender que sus habitantes, con la vista ávida, clavada en el horizonte y el corazón palpitante de emoción y ansiedad esperaban de un momento a otro el espectáculo del sangriento drama...
Eran las nueve de la mañana. La Esmeralda y la Covadonga se mecían dulcemente sobre las aguas tranquilas de la bahía.
Dos humos se divisaron en el horizonte. Y oyose un grito sobre la cubierta de las gallardas corbetas.
-¡El Huáscar!-¡La Independencia!
El más profundo silencio siguió a estas exclamaciones de muerte.
Trascurrió una hora.Se trabó el combate.
¡Combate horrible!...
En medio de los lamentos de los heridos, se percibían mezclados el eco del cañón y de la bocina, el silbar de las balas, el choque del enemigo espolón sobre el débil casco de la sublime nave...
La figura del Héroe, fiera, majestuosa, domina entonces la escena...
Y se oye de repente su voz vibrante y sonora:
-¡Al abordaje!
Luego el disparo de cien rifles, hierro sobre hierro, luego un nuevo choque... poco después un último cañonazo...
Y la nave, destrozada en mil partes, pero con el tricolor chileno llameando siempre al tope del palo mayor, se inclina de proa y húndese suavemente, tras inmenso remolino, en las profundidades del mar.
Todo queda en silencio.
Varios buques de guerra extranjeros -entre ellos algunos de los que habían visitado las aguas de Valparaíso años atrás- presenciaron el homérico combate, proclamándolo, ante propios y extraños, como «no aventajado en heroísmo por otro alguno en la historia de las guerras navales del mundo».
Repuesto el pueblo chileno de las primeras emociones -traducidas en lágrimas de gratitud y en un silencio solemne, casi religioso-, dio rienda suelta a su entusiasmo, hasta entonces contenido, lanzándose bulliciosamente a las calles y plazas para vitorear y bendecir el nombre de sus héroes, enarbolar banderas, iluminar edificios y tributar un ardoroso voto de adhesión al Gobierno.
Oradores distinguidos arengaron al pueblo, ensalzando las virtudes y el sublime sacrificio de nuestros marinos. Se echaron a vuelo las campanas; dianas marciales, hurras frenéticos atronaron los aires; el nombre de Arturo Prat vibró en todos los labios.
Los poetas entonaron himnos en su alabanza, y tal fue el entusiasmo que su gloriosa muerte hizo nacer, aun entre los que no lo eran, que, como prueba de ello, copio a continuación las octavas reales, modesta flor, con que, a mi vez, quise contribuir a la corona poética dedicada a la memoria del ilustre marino.
Estrofas escritas a los veinte años, resiéntense de las incorrecciones propias de la edad y de los defectos inherentes a un gusto literario que empezaba a formarse.
Prat hacía inmortal el nombre de Esmeralda: preciso era obtener la primicia de la idea, por pretenciosa que ella apareciese. Los oficiales del Carampangue se atrevieron a realizarlo. A condición de conservar incólume el nombre de la gloriosa corbeta, cambiaron el de su regimiento por el de Esmeralda.
Fuente: Solar, Alberto del, Diario de Campaña, París, Imprenta y Librería de los Ferrocarriles, 1886, P. 16.
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