sábado, 27 de junio de 2020

Las ultimas horas del Combate de Sangra, por Benjamin Vicuña Mackenna

 
[Estampilla del Centenario del Combate de Sangra]

Cayó la noche, i la heróica defensa duraba ya seis horas. Habian ocurrido ya los peruanos a la tea, e incendiaron los ranchos que daban frente al cuartel para rendir a los buines por asfixia. ¡Vano intento! El aire se renovaba libremente por las anchas puertas i ventanas abiertas al camino i al combate, i a cada instante, al ruido de las descargas, seguia el marcial toque del clarin que hacia esperar en la victoria.

Porfiados com indios cerriles, los asaltantes comenzaron entónces a amontonar fajina a las puertas para quemarlas, i en tal operacion vióse un rasgo de frio denuedo, que produjo alegre sensacion en los que peleaban. El viejo Oliva armó en la trompetilla del rifle su yatagan, i miéntras los cholos amontonaban de soslayo la tortora encendida, junto a las puertas, él se las arrojaba inmediatamente a la cara, sacando su arma tambien de atravieso... Casi siempre la bufonada es parte integrante de la bravura en el alegre soldado chileno, en esto semejante al soldado frances... «Roto» por gaulois.


Cinco de los defensores de la última posicion habian hasta ese momento sucumbido dentro del aposento, y eran las diez de la noche de aquel dia, aniversario de San Pelayo, nombre de invicto adalid de nuestra raza.

El incendio alumbraba los hórridos farellones de la sierra con los rojizos resplandores de pira funeral, i por centenares de asaltantes que se renovaban en la brega, no quedaban en pié sino Siete Chilenos.

Pero los siete no se rendian!

No llegaba por ninguna parte el rumor del socorro.

Pero los siete no se rendian!

Eran siete contra setecientos, era uno contra cien.

Pero los siete no se rendian!

Peleaban a mil leguas de la patria, en suelo ingrato i odiado, en el cual hasta las piedras les aborrecían, cerciéndose como las nativas águilas entre espantosos i solitarios riscos.

Pero los siete no se rendian!!

Hacia tres horas que sin cesar se batian, a la luz del sol en las trincheras, de noche en los parapetos, a todas horas rodeados de las llamas del incendio, sin tregua, sin descanso, sin pan, sin agua, sin humano socorro, ni clemencia.

Pero los siete no se rendian!!

Los candentes rifles chirreaban en sus manos desollejándoselas como áscuas; sus brazos crispados por la tension, el coraje i la ira, comenzaban a desfallecer por el cansancio; las municiones se agotaban; la vista de los heridos i de los cadáveres hechos monton, divisándose por entre los pliegues del burdo capote los rostros lívidos, los ojos cristalizados del amigo, del camarada i del hermano, presentaban en conjunto un espectáculo que habria infundido pavor a los héroes mismos de la leyenda antigua.

Pero los siete no se rendian!!

Gloria a su heróico, inflexible, nunca pagado ni siquiera reconocido denuedo!

Inventaron en tal coyuntura los peruanos el arbitrio de hacer forados para penetrar por los muros, como los Talaveras en Rancagua. Pero donde se sentia el sordo golpe de la barreta, allí iba certera bala, i un ai! exhalado en la parte de afuera, probaba a los buines que no habian perdido su ejercicio en el tiro al blanco.

Convencidos de que era imposible penetrar por agujeros, a manera de ratones, tentaron los porfiados guerrilleros de Canta, en su apuro, injeniosa, estratejia de pájaros, ensayando quemar o derretir el galpon de zinc para hacer llover sobre sus defensores una lluvia de aceite derretido.

Durante el dia habian saqueado a un pobre comerciante español que se internaba hácia la sierra con unas cuantas cargas de manteca, destinada a los minerales del interior; i despues de asesinar a doce de sus arrieros, subieron sus cajones a la techumbre metálica del recinto i le prendieron fuego. Pero el líquido corria por las canaletas del zinc, sin causar mas daño que el intenso calor que sofocaba el estrecho espacio, stadium de fuego de tan tenaz heroismo.

Sucedíanse entretanto pesadas las horas.

Era la una de la mañana. El combate habia durado doce horas, i los refuerzos no podian tardar en aparecer.

El coronel Vento tomó en consecuencia, una última medida de asalto i de desesperacion. Hizo subir al mas valeroso de sus voluntarios al techo del cuartel para arrancar una plancha, a fin de arrojar por el hueco todo jénero de materias inflamables, i conseguir por asfixia, lo que ni el plomo, ni el aceite hirviendo, ni el incendio al aire libre, alcanzaron.

La idea era feliz, pero los listos buines sintieron el rumor de alguien que andaba cauteloso por sobre sus cabezas, i con infalible puntería dirijida, mas por el óido que por el ojo, dispararon...

—Un sordo bullicio siguió a la detonacion, i el cholo herido de muerte cayó rodando por el alero al suelo, hecha ya resbaladiza la techumbre por la manteca derretida...

I cosa digna de ser notada,  porque es propia de la índole del soldado chileno:—En medio de aquel cuadro i de muerte, al sentir el pesado ruido del cuerpo del incendiario, que caia desplomado en el patio junto a las ventanas, cada cual prorrumpió en alguna injeniosa i alegre esclamacion de regocijo, como si aquello no fuera una matanza atroz sino una cacería de placer.

Fuente: Vicuña Mackenna, Benjamín, Sangra: la jornada heroica: (26 de junio de 1881), Santiago: L. A. Lagunas M., 1915, P. 28.

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