[Recreación fotográfica de la toma del Morro de Arica, obra de Juan Crass Carter]
Los cornetas del Tres tocaron a la carga y don Federico Castro con su primer batallón y Gutiérrez con los hombres del suyo, se lanzaron furiosos sobre el odiado enemigo, sobre El Ciudadela.
Nadie pensó en minas, ni en polvorazos, ni dinamita!
A la carga muchachos, gritaban los capitanes Urzúa, Serrano, Fredes y Chacón!
A la carga, exclamaban los tenientes y subtenientes; al fuerte, al fuerte, ponerse bajo batería!
Rompan los sacos, córranles cuchillos, gritaban los oficiales y los sargentos.
Los cornetas tocaban cada cuerda sin cesar y el fuego del Ciudadela no apagaba los guerreros acordes de esos instrumentos!
El combate se había iniciado para el valeroso 3º de línea en magníficas condiciones; a todo esto el enemigo hacía descargas, tras descargas, sobre los asaltantes; tronaban sus grandes cañones y el fuego de rifle se sostenía con bravo empeño por su parte.
El coronel, don Justo Arias Aragües, impávido se pasea encima del muro que mira al oriente; su marcial silueta se destaca cual gigantesca sombra al iniciarse el asalto, en la penumbra del día que pardea; y a medida que la luz, que viene del oriente, ahuyenta la oscuridad de aquella noche, la figura del nobilísimo defensor del Ciudadela se perfila más y más en el alto parapeto.
El viejo coronel Arias se enronquece animando a su tropa y defiende su puesto con sin igual bravura; en aquella faena lo ayuda don Francisco Cornejo, comandante de los Cazadores de Piérola, puesto que ejerce desde el 1º de junio, día en que cobardemente desertó y abandonó su puesto, de peligro y de combate, el infame coronel Belaúnde, a quien los peruanos apodaban don Sisebuto!
La guarnición peruana, dirigida y alentada por el heroico, don Justo Arias, firme en sus puestos defiende sus bastiones con sin igual denuedo; el fuego de cañón no disminuye un momento y el de rifle se mantiene con tesón y bravura.
Pero los terceros han llegado al pie de aquellos soberbios bastiones; y el corvo y la bayoneta rompiendo los sacos de arena que se vacían como por encanto, desquiciando los muros del fuerte, dejan brecha cómoda y entrada libre a nuestros bravos, que por ellas se precipitan.
Otros más ágiles y más atrevidos, no rasgan los sacos, que como gatos, tomándose de las orejas de aquellos, de sus prominencias, con el rifle en bandolera y el corvo en los dientes, se encumbran por sus muros sin miedo a la muerte, despreciando la vida.
Pero no todo es victoria, ni todo satisfacción, que muchos duermen ya el sueño eterno y han pagado su tributo a Chile, a la gloria y a la muerte!
En la ladera infernal, sobre el flanco sur, ha caído el capitán don Tristán Chacón herido de muerte por traidora bala enemiga, recibida de frente, en pleno pecho.
Iba el capitán de la 4ª del 1º don T. Chacón muy cerca ya del Ciudadela, encima se puede decir del parapeto enemigo, vecino al portón de entrada, cuando certero disparo, haciéndolo girar lo tiró de espaldas, agonizante, casi sin vida.
El subteniente don Lorenzo 2º Jeoffroi y los sargentos Medardo Acuña y Manuel Alegría lo rodearon en el acto con el objeto de sacarlo de la zona del fuego; pero ya no era tiempo, porque el noble soldado, herido de muerte, exhalaba el postrer suspiro, exclamando:
"Muero! ... Esa bandera me nubla la vista... Cumplid con vuestro deber!" Y cerró para siempre en alas de la gloria los ojos a la luz.
La historia ha guardado cuidadoso su nombre y el ejército sabe que Chacón fue un bravo soldado!
Y en Chile no hay ni siquiera una plancha que recuerde a Tristán Chacón; pero en Santiago existen las calles del Manzano, de Huérfanos, de los Hermanos, pero no la de Tristán Chacón!
Y con Chacón han mordido el polvo Salvador Urrutia, que recibe leve pero gloriosa herida que no le impide seguir cumpliendo valientemente con su deber; Ricardo Serrano y Félix Vivanco Pinto, a quien una bala hiere encima de la oreja izquierda y es su bautismo de fuego.
Las laderas están cubiertas de heridos y de muertos; el fuego continúa y el combate dura ya más de doce minutos.
Los bravos tercerinos han penetrado al fuerte trepando los parapetos; abriendo brechas en los areniscos reductos, entrando por el portalón.
El coronel don Justo Arias Aragües, ronco de gritar animando a los suyos, vive aún y defiende con denuedo sus colores, el puesto que se le ha señalado.
Aquel heroico soldado, sable en mano, se pasea impávido en la plazoleta del fuerte, en la del costado principal desafiando a nuestros soldados y a la muerte.
A todos llama la atención aquel héroe que sin kepis presentaba su desnuda, calva, blanca y venerable cabeza a las balas.
En verdad, los alientos de aquel soldado no dicen con su cuerpo. Arias es chico, pero de marcial apostura. Lleva garbosamente su uniforme francés, de coronel de Ejército, con galoneado pantalón garanse y ciñe su levita el cinturón de su sable.
Lo repetimos, en el momento en que se encuentra, está sin kepis, sin duda lo ha perdido en el fragor del combate; con su diestra, empuña la espada, y ante el inmenso peligro que lo rodea, que no teme y desprecia, aquel anciano soldado, agiganta su físico, enaltece su ser moral.
Arias, desafiando el peligro infunde respeto y admiración a los nuestros, que con la clara luz del día, pueden ver y aquilatar a su saber la bizarra actitud del jefe enemigo. Su valor satisface a los hombres del 3º y se disponen a salvar la vida de Arias.
Todo el mundo le grita: ¡Ríndase mi coronel, no queremos matarlo!
¡No me rindo e ... ! ¡Viva el Perú! Fuego, muchachos! responde aquel ínclito guerrero y con su ejemplo estimula el valor de su tropa, la defensa del Ciudadela.
Pero la hora suprema de aquel hombre había llegado; que escrito estaba hubiera de caer como un bravo en medio del asalto y a manos de chilenos.
El fuerte, el Ciudadela, en puridad de verdad, ya es nuestro; el valor del coronel Arias ha impuesto respeto a los asaltantes; su denuedo, la simpática y altiva figura del jefe enemigo, hace que nuestros hombres intimen nuevamente al comandante de los Granaderos de Tacna, que se rinda.
Un soldado del Tres se aproxima al coronel y le grita: ¡ríndase mi coronel! pero el jefe enemigo no quiere hacerlo, rehusa la intimación; rechaza indignado esa pretensión, no quiere nada que sea chileno, ni aún la vida, y de un feroz sablazo tiende a sus plantas al noble soldado que lo ha querido salvar.
¡No me rindo e ... ! ¡Viva el Perú!, grita don Justo Arias y Aragües; y una descarga cerrada tiende al invicto guerrero, que cae muerto dentro del fuerte, y su espíritu libre de la humana envoltura, traspone los lindes de la vida y penetra en el templo sereno de la inmortalidad.
Esta emocionante escena ocurre, como hemos dicho, cuando ya el Ciudadela es nuestro, y la presencian muchos de los dirigentes del 3º; entre otros, don José A. Gutiérrez, don Federico Castro y los capitanes Urzúa, Fredes, Wolleter, y López, Arriagada y el subteniente de la 2ª del 2º, don Ricardo Jara Ugarte, que guarda con respeto la espada del coronel Arias, prenda que conserva hasta la fecha, como recuerdo de aquella jornada, y de aquel nobilísimo e invicto soldado, que murió al frente de los enemigos tercios de su patria, vivando al Perú!
La superioridad enemiga sufrió un profundo error al entregar el comando de Arica a Bolognesi, que nada de grande hizo. Si Arias manda en jefe, estamos completamente seguros, que don Justo, sin trepidar, él, con su propia mano da fuego a sus minas y junto con todos sus hombres sepulta en sus ruinas al 3º y al 4º enteros.
Un veterano de la compañía del capitán Wolleter, entregó al subteniente Jara Ugarte, el sable del bravo y pundonoroso don Justo Arias Aragües, esa arma es sencillísima; su hoja ligeramente curva está encerrada en una vaina de metal blanco, la empuñadura es saboreada y sin emblemas.
Al verla y al empuñarla, sin querer uno siente admiración, respeto por Arias, dueño de esa espada; la figura del noble jefe enemigo, su voluntario sacrificio, trae a la memoria el recuerdo de Ramírez, la altivez de Thompson.
La caída de Arias, su muerte pueden describirse; pero la lucha dentro del fuerte, el entrevero, los mil incidentes que en 16 o 18 minutos se desarrollaron en el Ciudadela, no son para contados.
El asalto ha sido tan rápido, la maniobra de nuestro ínclito regimiento tan bien ejecutada, que nadie, absolutamente nadie ha podido salir de aquel recinto; y los que salieron murieron todos a manos de don Gregorio Silva, es decir de su tropa, de la 3ª y 4ª del 2º que con la atrevida y ligerísima ejecución de su movimiento, cortó la retirada a todos los peruanos, que por salvar la vida abandonaron el Ciudadela.
Guzmán, Novoa Fáez, Luis Felipe Camus, Ismael Larenas, Orellana, Merino, etc., cumplieron tan estrictamente las disposiciones de Gutiérrez, con la ayuda y dirección de Silva, que, como decimos, la retirada se cortó absolutamente a los del fuerte.
Ciertamente es cosa difícil narrar este asalto; pero cómo olvidar aquel famoso entrevero, ni el empuje irresistible de los del Tres; hemos echado sobre nuestros débiles hombros este deber, y habremos de contarlo todo, sin que nada se escape.
Los jefes, capitanes, tenientes, subtenientes, sargentos, cabos y soldados están ya en el Ciudadela; los 16 cornetas del regimiento no cesan de tocar cala, cuerda y degüello; y los guerreros acordes que arrancan los trompetas a sus metálicos instrumentos, dominan la potente voz de los cañones.
Las bravías notas de los cornetas, los gritos y voces de los oficiales y jefes y los ayes de los heridos; el ronco retumbar de la artillería, el fuego graneado de fusil; los vivas a Chile; el vocerío infernal, el bravo chivateo araucano de nuestros hombres, que furiosos, sin miedo, hirviendo en coraje y patriotismo se lanza al ataque, es imposible describir.
El teniente don Ramón Toribio Arriagada y los subtenientes don José Ignacio López, el Chino Poblete, Ricardo Jara Ugarte, Pedro Nolasco Wolleter, penetran revueltos con la tropa, con los sargentos y cabos del regimiento, al Ciudadela escalando los muros, rompiendo con los corvos y yataganes los sacos de arena, por el portalón, por todas partes. Es una jauría de demonios que no de hombres, ni soldados, que cae como huracanado soplo de exterminio y de muerte sobre el fuerte enemigo, que tiembla, resiste breves instantes y se rinde.
Es el aliento poderoso, enérgico de la raza de los Caupolicán y los Lautaro que mezclada con la hirviente sangre española de los hijos del Cid, se revela potente, soberana y pura.
Es Chile, son sus hijos, es su raza que no tiene en sus venas la negra sangre del infeliz africano, que por fortuna no germinó en nuestros pueblos, valles y montañas, la que pelea por su patria, por vengar protervas injurias de un pueblo aleve que nos odia desde siglos!
El sargento Basilio Figueroa, de la 2ª del 2º, que sirve actualmente en la guardia del Congreso y que bien harían los representantes del pueblo, para ser justos, en pedir se le hiciera oficial, con una serenidad admirable, que muchos recuerdan, tiende su rifle y voltea a dos enemigos de su patria; arma en seguida su bayoneta y en el revuelto entrevero, despacha a tres Granaderos del Tacna.
El sargento, Pedro Hidalgo, de la misma compañía, un león por su sin igual coraje, no da descanso a su bayoneta y destruye, hiere y mata a cuanto enemigo encuentra; en Miraflores fue tal el empuje de este hombre al asaltar los reductos enemigos, que es fama, del regimiento, al Ciudadela escalando los muros, rompiendo con los corvos y yataganes los sacos de arena, por el portalón, por todas partes. Es una jauría de demonios que no de hombres, ni soldados, que cae como huracanado soplo de exterminio y de muerte sobre el fuerte enemigo, que tiembla, resiste breves instantes y se rinde.
El sargento don Pedro Hidalgo, era alto, moreno, de fisonomía varonil que acentuaba más aún la fiereza de su rostro una hermosa pera y bigote que adornaba su figura.
La furia de los asaltantes era terrible, y el combate llevaba camino de convertirse en horrible, espantosa matanza y carnicería.
El Ciudadela estaba tomado; su jefe, el heroico y noble don Justo Arias Aragües, muerto; su guarnición diezmada y los pocos sobrevivientes rendidos.
Los comandantes del 3º señores Gutiérrez y Federico Castro, dieron la voz de alto al fuego, a sus respectivos cornetas, orden que los 16 trompetas del regimiento, repitieron casi instantáneamente.
Numerosos muertos y heridos del 3º cubrían las laderas, parapetos y recinto mismo del fuerte; allí cerca dormía ya el eterno descanso, el capitán don Tristán Chacón; adentro de espaldas, se encontraba el cadáver del jefe enemigo, de Arias.
Botados en el campo estaban el cabo 1º, José María Poblete, con las dos manos destrozadas; Ruperto Godoy, que vive aún, a pesar de recibir siete crueles heridas; Juan de Dios Parra, Martín Izquierdo, y cien heridos más han pagado su tributo a la patria; los muertos son también numerosos.
Hemos triunfado, pero la victoria ha sido cara; Arias ha defendido bien su puesto. Buena escapada ha hecho el ejército de Chile, cuando el Perú dio la jefatura de Arica a Bolognesi; que si Arias, lo repetiremos siempre, manda en jefe, con fruición, con todo patriotismo, con heroica frialdad, vuela la plaza; comisión que el coronel Arias habría ejecutado él mismo, que a nadie habría cedido.
Aquello habría sido espantoso, tremendo, pero heroico, sublime! ¡Eran 250 quintales de dinamita los que Montero entregó a Bolognesi!
Estallando ese volcán, saltaba El Morro. Ahí estaba Bolognesi y la mina no reventó.
Prat no midió el peligro, saltó sobre la cubierta del monitor enemigo, que fue el pedestal de su gloria y de su fama.
Si Arias tiene la suprema jefatura de Arica, sin pestañear muere con toda su guarnición, con el 3º y el 4º.
En el alto mástil del rendido Ciudadela, flotaba todavía la enemiga enseña; y el subteniente don José Miguel Poblete, hijo del pueblo y soldado valiente, como pocos, se lanzaba cual ágil y diestro marinero, mástil arriba para arrancar los colores peruanos, cuando sin que nadie sospechara el aleve atentado, porque el reducto estaba rendido, una explosión espantosa atronó el aire, y un volcán de fuego, de llamas, humo, restos humanos, tierra, pedazos de cañón y de cuanto la humana dantesca imaginación pueda inventar, pobló el espacio.
La Santa Bárbara del fuerte había estallado; y en horrible montón, revueltos chilenos y peruanos, vencedores, vencidos y prisioneros quedaron en el interior de aquel maldito recinto.
Un soldado peruano, un artillero, Alfredo Cadenas, había prendido el polvorín y hecho saltar el poderoso reducto, con gran parte de sus defensores; y para fortuna, con pocos de los nuestros, porque en ese momento los jefes del regimiento, que ahí estaban, ya habían despachado a su tropa en demanda del Morro, del pueblo y de sus demás compañeros del 4º.
El primero en volar, en morir, fue el subteniente don José Miguel Poblete, cuya cabeza se llevó la explosión matándolo instantáneamente; su cuerpo decapitado y horriblemente mutilado, cayó pesadamente sobre el parapeto y su espíritu y su nombre se gravó para siempre en la historia patria.
Honor y gloria a Poblete, que nacido en humilde e ignorada cuna, selló con su sangre la legitimidad de su nombre y de su fama!
Ahí murió también el sargento segundo de la 1ª del 1º, don José del Carmen Henríquez, hermano menor del Mayor del Buin, don Juan, a quien tan de lleno debió tomar la explosión que de él no se encontró rastro ni huella alguna; afuera de aquel recinto se hallaron después, los cadáveres de nueve terceros más, quemados, ennegrecidos, destrozados por aquel volcán de pólvora, dinamita y llamas.
El subteniente, don Pedro Nolasco Wolleter, voló también, pero no murió; eso sí quedó sordo durante mucho tiempo y como alelado.
El teniente don Ramón Toribio Arriagada, saltó también al aire con la tremenda explosión; y al caer perfectamente sano y vivo, despejada la atmósfera del espeso humo y tierra que cubría el reducto, todo el mundo pudo ver, al veterano Arriagada, reliquia del año 1838, vencedor de Yungay, que de puro entusiasta había vuelto al servicio, sano y salvo, pero con los pantalones y calzoncillos enteramente hechos jirones, deshilachados. Sólo quedaban en su cuerpo intacta, la pretina, de esas prendas.
Arriagada, atontado, completamente sordo, pasó larguísimo tiempo sin darse cuenta de la situación en que lo había dejado el estallido de la Santa Bárbara enemiga.
El subteniente, don Ricardo Jara Ugarte, narra que en los momentos de la explosión, el cabo Rivera de su compañía, vio a su lado un soldado enemigo, un cholo que de barriga estaba en el suelo, y creyéndolo vivo, dijo a Jara Ugarte: "Mi subteniente, aguaite, este cholito se esta haciendo el muerto"; y con la punta de su bayoneta picó suavemente el obscuro rollizo pescuezo del soldado enemigo, que al sentir la acerada punta de aquella arma, pegó un pequeño salto, y, no supe más, agrega hoy, el coronel Jara Ugarte, porque en ese preciso momento, reventó el polvorín y yo quedé por largo rato sin darme cuenta de nada".
El teniente Arriagada era hijo legítimo del coronel don Pedro Ramón Arriagada, compañero y amigo personal de don Bernardo O'Higgins, y primer comandante en 1818 del 4º de línea, que mandó en Maipú.
Don Ramón Toribio, su hijo, había nacido en 1819, en Concepción; de modo que, el 7 de junio de 1880, cuando voló por los aires en El Ciudadela, tenía nuestro teniente, 61 años, y todavía andaba en busca de gloriosas aventuras!
Todos los sobrevivientes de Arica, hoy día; todos los que quedaron vivos el día del asalto, don José Antonio Gutiérrez, el mayor don Federico Castro, los capitanes Silva, Urzúa, Wolleter, Fredes, Novoa Faez, Guzmán, y Serrano; Jara Ugarte, Lais Verbal, Silva O., Belisario Campo, Camus, Vivanco Pinto, etc.; todos, están contestes, en que desde ese momento, desde que voló el Ciudadela, la compasión huyó de la mente, del corazón de los tercerinos; y la matanza más horrible sucedió a la aleve explosión de la artillada y poderosa posición enemiga.
Se ha dicho que en los instantes del estallido, habían vivos más de ciento y tantos prisioneros; a nosotros no nos ha sido posible comprobar la cifra porque los partes oficiales y el recuerdo de los que vieron aquel volcán, no pudieron contarlos; pero de lo que si no hay duda, es de que sólo escapó un negrito vivo, un corneta que haciendo esfuerzos supremos libró el capitán don Pedro Novoa Faez.
En San Bernardo, nosotros tratamos a los oficiales don Manuel Lira y don Manuel Emilio Barredo, del Granaderos de Tacna, sobrevivientes del mencionado batallón, que junto con el negrito que salvó el capitán Novoa Faez, suman los únicos tres hombres que de aquel combate salvaron.
Horribles, pero, justas represalias de la guerra; y que muy en cuenta deben de tener los peruanos, hoy día, cuando piensen llevarnos a la guerra, a la que no tememos.
Fue tal y tan espantosa aquella represalia, que el vasto e inmenso recinto, del Ciudadela, se convirtió en humeante posa, charco horrible, de sangre humana; y tanto subió el nivel de aquel lago, que el caballo del general en jefe, don Manuel Baquedano, cuando más tarde penetró en aquel mudo y desolado lugar se perdió en la sangre peruana hasta los mismos nudillos!
Baquedano, tranquilo, salió del fuerte diciendo: ¡Bravo, ahí, regimiento 3º, bravo!
¿El Perú quiere aún represalias? ¿Busca la guerra? ¿Desea volver a las andadas de 1879?
Antes de tomar esa suprema resolución, vayan sus hombres de gobierno al Ciudadela; mediten un poco en esas ruinas y piensen, que si Chile, clava de nuevo sus pendones en Lima, de ahí no se mueven más; que otro virrey Lynch no falta en esta tierra para gobernar al Perú.
Fuente: Molinare, Nicanor, Asalto y toma de Arica : 7 de junio de 1880, Impr. de "El Diario Ilustrado, Santiago de Chile, 1911, P. 79.
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