domingo, 7 de junio de 2020

Fase final del Asalto y Toma del Morro de Arica y muerte de Juan José San Martín, por Nicanor Molinare

 ["La Toma del Morro de Arica", ilustración de la revista Zig-Zag e 1905] 
La explosión del Fuerte Ciudadela, como ya hemos contado, fue soberanamente espantosa, cuanto a ella misma y a las brutales represalias a que dio lugar.

Y aquí dejaremos constancia de que no habiendo el bravo subteniente Poblete alcanzado a arriar la bandera peruana de su mástil, porque la explosión arrancándole la cabeza le quitó también la gloria de rendir esa enseña; el subteniente don José Ignacio López, hoy general de división, tomó a su cargo la faena, consiguiendo bajar ad eternum el rendido pabellón peruano.

El jefe del regimiento, en su parte oficial, cita este hecho, del que siempre se ha mostrado orgulloso el general López.

Otro cargo curioso fue de que el cadáver del infortunado cuanto bravo jefe enemigo, don Justo Arias, caído muerto adentro, con la explosión, salió del recinto, voló por el espacio, e intacto cayó fuera del Ciudadela.

Parecía que el jefe enemigo, don Justo Arias, aún después de muerto, protestaba de su permanencia en aquel recinto, que ahora era chileno.

El comandante don José Antonio Gutiérrez y el mayor don Federico Castro, seguido de su ayudante, nuestro viejo amigo don Rodolfo Portales P. que tan gratos recuerdos dejó en las filas del Tres, evacuado El Ciudadela, continuaron con todo empeño en el ataque.

Las guerrillas del 3º siguieron, pues, avanzando por la falda norte del Morro, y con tanto empuje y ligereza, que ellos fueron los que coparon el medio batallón Iquique, de don Roque Sáenz Peña; y los que hicieron morder el polvo a los veteranos del Tarapacá, que perdió a su jefe, don Ramón Zavala.

Los del Tres, con el sargento mayor don Federico Castro, que ayer declarábamos se condujo tan a la altura de su deber y del nombre del regimiento de quien era tercer jefe, que don Pedro lagos lo recomendó especialmente, llegaron hasta la retaguardia del pueblo; y después de limpiar de enemigos todas las faldas del Morro, siguieron hacia el norte, en demanda del fuerte San José, para darse la mano con los Lautaros que, del norte, desplegados en guerrilla, cargaban a su vez sobre el Santa Rosa, Dos de Mayo y San José.

Muy pocos fueron los soldados del Regimiento que acaudilló en ese día don José Antonio Gutiérrez, que alcanzaron al Morro mismo, porque hubo como un acuerdo tácito en toda su oficialidad, para no quitar al 4º la purísima gloria que obtuvo ese día, siendo él únicamente el dueño solo de esa afortunada acción de guerra: coronar el Morro de Arica!

El 1º y 2º batallón del 4º, en veloz carrera y sin respetos humanos de ninguna clase, al contrario, atropellando cuanto a su paso encuentran, tiene acorralado al enemigo en sus últimas posiciones.

Como hemos visto, las bajas del regimiento son grandes; pero ello no viene a disminuir el empuje del ataque, que, al contrario, el cuartino se enfurece y ya nadie da cuartel, ni nadie puede detener su avance.

En esos momentos, todos quieren ir a vanguardia; el viejo capitán, don Pedro Onofre Gana, a quien los años le impiden correr, monta a caballo, en uno que alguien le proporciona, y cuando nuestro inolvidable amigo, ufana avanzada al frente de los suyos, jinete en su caballo, el comandante San Martín, que lo adoraba, porque era el amigo de todas sus intimidades, le grita: "¿Qué es eso, capitán Gana? Un oficial de infantería, no debe batirse a caballo".

Noble y dulce reproche que el amigo, el camarada, hacía al subalterno, que era más que su hermano de armas, porque era el íntimo poseedor de los secretos de su corazón y de sus amores.

El capitán Gana y el que esto narra, eran los únicos amigos a quienes San Martín había llevado a la casa de su amada, que vivía en esos días en solitaria quinta, vecina al San Cristóbal en Santiago.

El primer batallón corre, que no marcha, en demanda del gran reducto del Morro, por la derecha; sobre su izquierda se desliza asimismo el 2º, que no le va en zaga.

Los del 1º dejan a retaguardia el amurallado recinto del Morro Gordo; y los del 2º, ya han corrido al enemigo del tercer fuerte y de cuatro reductos.

En esos asaltos, los cuartos no se han preocupado de las minas que revientan, ni de los que mueren quemados, hechos trizas, porque a todo van resueltos, y ya nadie hace prisioneros.

La lucha, sin embargo, toma una nueva faz.

A su frente, el regimiento se encuentra, de repente, con una grande y despejada hondonada. Es una depresión del terreno que corre de oriente a poniente, que principia un poco al oeste del Ciudadela, para continuar por el costado norte del Cerro Gordo y perderse en seguida al poniente, y un tanto al sur, de los bastiones del Morro.

De borde a borde, permítasenos la expresión, tiene esta hondonada unos 600 metros, más que menos.

Los cañones del Morro barren su flanco oriental, y los fuegos del reducto y fuerte, que queda perfectamente al este del Morro, y los dos del sur del mismo y orilla del mar, dominan absolutamente esta zona, que es peligrosísima.

Quedan, pues, que rendirse y tomar tres fuertes, y tres reductos, antes que rendir el Morro.

Bolognesi está en su puesto; lo rodean Moore, Latorre, Alfonso Ugarte, Armando Blondel y Francisco Chocano.

Los jefes enemigos han visto el irresistible empuje de los nuestros; comprenden que Arica está perdida para el Perú; saben que sus cañones no tienen ya campo de tiro posible, porque el 4º se pone bajo batería. No les queda más recurso que el fuego de fusil; y parapetándose en sus últimos atrincheramientos, abren nutridísimo fuego de rifle y carabina sobre los asaltantes, que a todo correr, desolados, se lanzan loma abajo por la hondonada; salvan el medio kilómetro que los separa de los fuertes enemigos, los asaltan, atacan, toman y rinden, matando sin piedad a todos sus defensores.

En uno de esos reductos murió Armando Blondel, tercer jefe del Artesanos de Tacna, que de orden del coronel J. J. Inclán, se venía replegando desde el Este, reducto por reducto.

Y al atravesar aquella suave e infernal hondonada, cayó también el bravo de los bravos, el alentado y pundonoroso comandante del 4º de línea, del futuro Arica, teniente coronel don Juan José San Martín.

Llegaba ya a la cima de la quebrada, es decir, estaba casi en el Morro, cuando una bala enemiga, deteniéndolo en su ascensión, lo hacía girar sobre sus pies, trayéndolo al suelo.

El proyectil había penetrado por el costado derecho, destruyendo, haciendo pedazos el hígado y perforando el estómago del bravo comandante!

La herida era tremenda, espantosa; y, sin embargo, San Martín, conteniendo sus entrañas, se levantó del arenisco suelo y continuó por breves instantes su ascensión, que terminó sentándose en un saco de arena.

Caro, inmensamente caro, se compraba la victoria del 4º de línea; porque San Martín estaba mortalmente herido y su espíritu inmortal no demoraría sino horas en desprenderse de su humana envoltura!

En el acto, y como un rayo, cundió la fatal nueva, y un ¡viva San Martín! ¡Hurra! ¡Venguemos a nuestro comandante!

Fue el nuevo grito de guerra, que atronó el espacio, y que cual fatídica sentencia de inapelable muerte, cayó sobre las filas enemigas.

Pero, lo hemos dicho, caro costaba la victoria. En esa ladera firmaron la carta de ciudadanía chilena del Morro de Arica: San Martín, Juan Rafael Alamos, Carlos Lamas García, Samuel Meza T., que alcanza tres heridas; Julio Paciente La Sotta, Alberto de la Cruz González, a quien lo balean en ambas piernas.

El asalto se torna en matanza. No quedan en pie sino los fuertes de rieles del centro de la plazoleta del Morro; nuestros hombres están ya en la brecha misma; un instante más, y Arica caerá para siempre.

En ese preciso momento, cuentan algunos sobrevivientes que se oyó sereno y majestuoso el toque de ¡Alto el fuego!

Y que, como por encanto, los nuestros, obedientes al acorde de la corneta, bajaron sus armas.

En el mismo instante, el enemigo, que no distaba más de 180 metros, hizo una descarga que revolcó en el suelo al sargento 2º de la 3ª del 1º, don Santos Fredes, partiéndole el cráneo de un solo golpe. Damián San Martín recibía en la caja del cuerpo, en el tronco, otra herida, y cinco o seis soldados más, mordían el polvo ahí mismo... A pesar del toque ¡Alto al fuego!, todos los presentes Solo Zaldívar, José Ignacio Bustamante, antiguo cuarto del año 1865, de los viejos veteranos del tiempo de don Pedro Lagos; La Barrera, el capitán Silva Arriagada, Carlos Aldunate Bascuñán y Vicente Videla, bramando de coraje, haciendo fuego en avance, calando bayonetas, salvan la última trinchera, y por todas partes penetran al Morro.

Con ellos van los primeros don Eduardo Salas, de la 3ª del 1º, y don Toribio Wolleter, de la 3ª del 2º; el sargento don Manuel Castillo, a quien por su heroica conducta se le asciende poco después a subteniente, y todos los oficiales, sargentos, cabos y soldados que restan en pie.

Es fama que quien va a vanguardia en aquel momento, es el subteniente don Carlos Aldunate Bascuñán; y así debió ser, porque ese oficial dio siempre pruebas de energía sin par, y porque joven, un niño, tenía sólo 18 años, su edad y físico vigor, le daban derecho para poder, mejor que otro, correr, saltar e ir siempre adelante, el primero.

Un año después, se celebraba en el Callao el primer aniversario del "Asalto de Arica", por los niños del 4º; el coronel don José Domingo Amunátegui, pasaba revista al regimiento, y al efectuar la de aseo, armamento y vestuario en la compañía del teniente don Carlos Aldunate Bascuñán, los soldados de esa unidad descorrieron un telón, y a la vista del coronel Amunátegui y de todos los circunstantes, apareció este letrero: ¡Viva el teniente don Carlos Aldunate Bascuñán, primer oficial chileno que coronó el Morro de Arica!

Aldunate Bascuñán, que no tenía noticias de tan magnífica muestra de cariño, se quedó mudo ante aquella exquisita y espontánea manifestación de los cuartinos.

Pero, volvamos al Morro, al asalto, al entierro y funerales de la peruana plaza de Arica. Tocan ya las regias campanas de la historia, a difuntos, y el funeral de Tacna y Arica se va a concluir sin cantos, ni salmodias, y sólo con el de profundas, que entonan los rifles, los corvos, yataganes y bayonetas.

En la orquesta infernal de este funeral, no llevaba la gran batuta la dinamita ni el volcán: que los grandes actores peruanos han olvidado sus papeles!

Los bravos oficiales y tropa del 4º como torrente que se precipita de empinada y abrupta sierra, caen sobre aquel recinto.

Algunos se dirigen al centro de la plaza; otros en dirección a los cajones de las baterías del mar; al reducto que está al centro, que es de murallas de caliche y de rieles; a las casas matas del norponiente; a las barracas de la tropa y casitas de oficiales; a todas partes penetran, matan, y matan sin piedad.

Hemos conversado a propósito de este último asalto, con dos sobrevivientes; tenemos, además, sobre el acto final de esta tragedia, anotaciones tomadas religiosamente en San Bernardo, en junio y julio de 1880, por nosotros mismos, escritas con sumo cuidado, y después de haber oído narrar esa acción a los prisioneros que actuaron en ella; y luego, poseemos partes oficiales y muchos documentos de capital importancia. Con todo ese material entramos a historiar el drama final de Arica, cuadro que nos falta para terminar la Toma de Arica.

El teniente Aldunate Bascuñán, sostiene que él va a la vanguardia; démosle gusto en ello y oigamos su sencilla narración:

"Pertenecía a la 1ª del 1º; mi capitán La Barrera era todo un valiente; Ricardo Gormaz, veterano del 4º, ejercía de teniente; como subteniente de mi compañía, y en orden de antigüedad, servíamos el Maucho Meza, yo y Julio Paciente de La Sotta. Esa mañana teníamos 93 hombres, de capitán a tambor; la jornada había sido muy dura, muy cruda; nosotros perdimos ahí diez o doce hombres muertos, y los heridos de la 1ª alcanzaron a 22. De la Sotta y Meza quedaron como harneros. Sólo mi capitán, Ricardo Gormaz, y yo, estábamos ilesos.

Nuestras clases habían peleado bien; el 1º Jara y los sargentos Domingo Sepúlveda, Juan Francisco García, todos se habían conducido admirablemente.

Mi comandante San Martín cayó cerca del Morro, al salir del último bajo; la tropa lo supo, y los polvorazos, minas o la muerte de mi comandante, se decía que había perecido, enfurecieron a todo el mundo.

En estas circunstancias, después de 45 o 50 minutos de pelea, llegamos al centro de la Plaza del Morro; me acompañaban cuatro o cinco soldados y un sargento; a mi retaguardia corría todo el regimiento.

No en el mismo centro, un poco cerca de las piezas que daban al mar estaba Bolognesi, don Juan Guillermo Moore, vestido de paisano; Espinosa, chiquito, y otros jefes peruanos más.

La tropa, obediente a mi voz, se detuvo y rodeó a los comandantes enemigos.

Bolognesi se dirigió a mí y me dijo: "Estoy rendido; no me mate, que estoy herido; soy un pobre viejo cargado de hijos!"

En el acto contesté: "Los oficiales chilenos no matan a los heridos ni a los prisioneros".

Bolognesi, en señal de rendición, gritó a los suyos: ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!

Sobre la marcha, recibí de manos del coronel don Francisco Bolognesi, su espada, y del capitán Espinosa, la suya.

Esas armas las poseen hoy, don Juan Miguel Dávila Baeza, la de Bolognesi y la familia de mi capitán don José Losedano Fuenzalida, la de Espinosa.

Don Juan Guillermo Moore, Bolognesi y Espinosa, fueron inmediatamente puestos bajo custodia, para librarlos de la furia de los soldados que no querían dar cuartel.

Yo continué mi camino, acompañado por mi sargento Briones y tropa de mi compañía, y en demanda de otra situación.

Por desgracia, habiendo cesado el fuego y dándose por todos la orden de no continuarlo, y estando rendido aquel poderoso reducto, un infeliz soldado, dicen algunos, jamás se sabrá quien fue, creo yo, hizo reventar uno de los grandes cajones de la batería del mar!

Esa felonía volvió loco a todo el mundo, y a nadie se perdonó entonces la vida.

Más tarde pude ver juntos los cadáveres de Bolognesi, Moore y otros que no recuerdo. Bolognesi tenía roto, destapado el cráneo de un culatazo.

La tropa, furiosa, los mató estando rendidos".

Decíamos que el sable que entregó Bolognesi al subteniente Aldunate Bascuñán, lo posee don Juan Miguel Dávila Baeza; esa arma es una espada común de marino, con empuñadura de marfil; la guarda es lisa, coronada por una cabeza de león, de bronce. Su vaina, de cuero con puntillos y contera de metal. En el lomo se lee la marca del fabricante: J. 1. Berenguel.

Don Miguel de La Barrera, capitán de Aldunate Bascuñán, en carta familiar, dice textualmente:

"Los primeros que llegamos al Morro fuimos: el capitán Ricardo Silva Arriagada, yo, Marchant, el teniente Ibáñez y el subteniente Aldunate; que éste llegó MAS ADELANTE, CHIQUILLO MUY SUFRIDO".

Agregaremos aquí, que todos cuantos recuerdan este emocionante y final episodio, aseveran que Bolognesi tenía el cráneo hecho trizas.

Después de la verídica relación de don Carlos Aldunate Bascuñán, ¿en qué queda el burlado heroísmo de Bolognesi?

¿Por qué no prendió fuego al hermoso y terrorífico volcán, que con tanto arte preparó Elmore?

¿En qué quedó tanto alarde de gloria y pujanza tanta?

Unicamente en pedir perdón a un niño, y rendir su sable al más joven y esforzado sobreviviente del 4º!

Don Justo Arias Aragüez, ese sí que fue hombre! Si Aldunate Bascuñán se topa con él en el Morro, otra cosa habría sido, porque sólo a sable y a balazos habría rendido la vida, que no su espada, don Justo Arias!

Y esto, que si jefe supremo de Arica hubiera sido don Justo, la plaza habría saltado por los aires, sin duda alguna!

"Mandaba la 4ª del 2º, me decía don Ricardo Silva Arriagada, no ha mucho; mi compañía contaba los mejores cazadores del antiguo 4º.

Tenía muy buenos oficiales; se me honró dándome la descubierta en el ataque. Sobre nuestra izquierda, a tomar el Este, marchó el 1º batallón; a nosotros, los del 2º, nos enviaron a los fuertes de la costa, a los de La Lisera; eran cuatro, con cinco trincheras, foseadas en forma de media luna.

Partimos oblicuando sobre la izquierda, con esta en cabeza, en movimiento envolvente; el ataque fue rapidísimo; no hicimos fuego sino cuando ya estábamos encima; todo el 2º batallón, ciego y con rapidez asombrosa, tomamos todos los fuertes de la playa y llegamos al recinto mismo del Morro; sentimos el toque de ¡Alto el fuego!

Nos detuvimos un momento, y como hubieran muchas bajas, de acuerdo todos seguimos el asalto y penetramos a la gran plazuela, y me dirigí a un fuerte cuadrado y con rieles que había en el medio.
Cuando llegué al mástil, que enarbolaba la insignia peruana con varios de sus soldados, nadie, de nuestro ejército, se había adelantado a mí.

Más tarde pude ver los cadáveres de Bolognesi, Moore y Ugarte. Todos decían que después de haberse rendido vulgarmente, la tropa los había ultimado a culatazos, porque, con felonía, estando rendida la plaza, le dieron fuego a los cajones, reventándolos.

El cadáver de Alfonso Ugarte se encontraba en una casucha ubicada cerca del mástil, al lado del mar, mirando hacia el pueblo; en ese lugar, las rabonas del Morro cocinaban el rancho; y ahí, esas pobres mujeres, tenían oculto el cadáver de Alfonso Ugarte; era un hombre chico, moreno, el rostro picado de viruelas, los dientes muy orificados, de bigote negro.

Aquellas mujeres tenían profundo cariño por Ugarte, y para guardar su cadáver, lo habían vestido con un uniforme quitado a un muerto chileno.

Pude saber que era el coronel Ugarte, porque el doctor boliviano Quint cuando lo vio, exclamó: 

¡Pobre coronel Ugarte; no hace mucho, lo he visto vivo!

Más tarde se dio la orden de arrojar al mar todos los cadáveres; sin duda que botaron también el de Alfonso Ugarte, porque no se pudo encontrar.

En ese mismo día, ofreció su familia 5.000 soles plata por los restos del coronel; se buscaron mucho; di noticias, detallé lo ocurrido, pero nada se descubrió.

Esto ocurrió largo rato después de rendida la plaza...

Los documentos que publicamos y la sencilla y verídica declaración de los señores Aldunate Bascuñán y Silva Arriagada, dejan en claro que Bolognesi no fue un héroe, ni mucho menos los prisioneros, compañeros de don Roque Sáenz Peña.

Respecto a Alfonso Ugarte, agregaremos que alguien lanzó en el Perú la mentira de que el coronel nombrado se había arrojado al mar montado en brioso caballo; esa es una de las muchas falsedades con que los limeños adornan la historia de la toma de Arica.

Quien quiera ver la verdad y comprobar lo que hemos relatado, estudie y lea los partes oficiales de los señores Manuel de la C. La Torre, de don Roque Sáenz Peña y don Manuel J. Espinosa; los jefes nombrados hablan de Alfonso Ugarte, de su muerte; ninguno cuenta que se tiró al mar.

Espinosa, dice textualmente: "Y como era ya inútil toda resistencia, ordenó el señor comandante general (Bolognesi) que se suspendiesen los fuegos, lo que no pudiendo conseguirse de viva voz, fue el señor coronel Ugarte personalmente a ordenarlo a los que disparaban sus armas al otro lado del cuartel, en donde dicho jefe fue muerto".

¿Puede ser más explícito el último jefe de las baterías del Morro, el que recogió la herencia del infortunado Moore, el hombre jefatura del Perú, que murió como Bolognesi, rendido?

Más adelante Espinosa agrega:

"Las tropas enemigas disparaban sus armas sobre nosotros, y encontrándonos reunidos los señores coronel Bolognesi, capitán de navío Moore, teniente coronel Sáenz Peña, usted (M. C. de La Torre), el que suscribe y algunos oficiales de esta batería, vinieron aquellas (las tropas enemigas), sobre nosotros y, a pesar de haberse suspendido los fuegos por nuestra parte, nos hicieron descargas, de las que resultaron muertos el señor comandante general coronel don Francisco Bolognesi y comandante de esta batería capitán de navío don Juan G. Moore, habiendo salvado los demás por la presencia de oficiales que nos hicieron prisioneros".

¿Se rindió Bolognesi?

Tengan presente los que esto lean, que los héroes de verdad, es decir, Prat, Aldea, Serrano, Ramírez, Arias, Carrera Pinto, Julio Montt, Salamanca, Luis Cruz, Julio Pérez Canto y todos los heroicos chacabucos, no se rindieron!

A Cruz, ese niño sublime que fue fundador de mi regimiento, el Curicó, el cabo Tachuela, como alguien lo bautizó, le pidió se rindiera en Concepción, cuando no quedaba sino Cruz vivo, la mujer a quien adoraba; y a ella, negó tal ofrenda, porque primero estaba Chile, su patria!

¡Bolognesi se rindió y tiene estatua!

El coronel, don Justo Arias Aragüez fue un león, murió sin rendirse, "¡Viva el Perú!" fue la última expresión de su cerebro.

Y no tiene ni siquiera un medallón en su patria!

En Chile, en cambio, se le admira, se le hace justicia.

San Martín, intertanto, agoniza; camina a paso de carga al Capitolio; de ahí al Olimpo, a la gloria, no hay distancia. Muere y su alma bendita toma su puesto entre los grandes servidores de Chile!

Tan pronto fue herido nuestro noble amigo, como haciendo esfuerzo soberano, según contamos, enderezó su dolorido cuerpo y avanzó unos cuantos pasos; la fatiga, el dolor, lo hicieron reposar sobre un saco de arena.

Los cuartos, tan pronto conocieron su desgracia, levantaron suave y cariñosamente a San Martín, y conduciéndolo al Morro lo colocaron en una de las carpas de aquella fortaleza.

Su íntimo amigo, don Pedro Onofre Gana, soldado pundonoroso y caballero sin tacha, fue quien con el doctor don Juan Antonio Llausas y el capitán de la 4ª del 1º, don Pablo Marchant, y con la tropa necesaria, con el cuidado más especial, condujeron del campo al Morro, a la carpa de Moore, a su propio lecho, al denodado comandante San Martín.

Llausas lo curó; es decir, vendó su herida, restañó aquella generosa sangre y... ¡qué más podía hacer nuestro cirujano ante tanta desgracia!

¡Cuán caras son las guerras y cómo la patria exige tan cruentos sacrificios!

¡Y no hay remedio, ella lo pide y hay que servir!

San Martín se iba; la vida de aquel noble chillanejo, árbol escogido de la montaña de Coihueco, caía como los robustos cedros del Líbano, sacrificando su vida en aras de la patria!

Llegados al Morro y depositado San Martín en el lecho del infeliz Moore, abrió los ojos dulcemente y preguntó:

"¿Dónde estamos?"

Los capitanes Gana y Marchant le contestaron: "Dentro de las fortalezas del Morro de Arica".

"Buenos, dijo San Martín, digan al señor coronel Lagos que creo haber cumplido con sus órdenes".
Poco después decía a Pedro Onofre Gana: "Nos vamos a separar... Hemos triunfado... ¡Viva Chile!"

Luego después entregó a su viejo amigo, Gana, un rico reloj de oro con su cadena, que el ingeniero de la Armada, don Antonio Marazzi, le había traído de Europa, con encargo de dárselo a su hermana doña Luz San Martín; en seguida, me contaba tiempo ha el capitán Gana "recordó en voz baja a
quien tú sabes", a su hijita, la reina de sus amores, y agregó haciendo un supremo esfuerzo:

"Pregúntale al general si está contento con lo que ha hecho el 4º de línea y si aprueba mi conducta por haber llegado hasta el Morro..."

Se recuerda lo que hemos narrado: al llegar nuestros cuartos a los lindes del Morro, un corneta tocó: ¡alto el fuego!

¿Fue San Martín quien ordenó ese toque? Si lo fue, ¿qué secreta orden recibió de don Pedro?

Y no habló más aquel hombre, que fue buen hijo, buen amigo y gran soldado.

Su agonía fue tranquila, serena, dulce, si se quiere; se extinguió poco a poco a las 11 en punto de la mañana del 7 de junio de 1880. Conquistada ya Arica para Chile, se durmió para siempre, en tierra chilena, el pundonoroso jefe del 4º de línea, don Juan José San Martín.

En el alto mástil del Morro de Arica ondea la bandera de la patria; plegada, a los pies de aquel muerto ilustre, se ven los colores peruanos, ofrenda de los bravos veteranos del 4º de línea al mejor de sus jefes!

Los gritos, los vivas a Chile, atronan el aire; los vencedores saltan por sobre las murallas del último fuerte que está en el centro mismo de la meseta del Morro; se toman de los rieles, se afirman en los costrones de caliche y jadeantes, sudorosos y terribles, matan sin piedad a sus defensores!

"¡Estamos rendidos, tatitoy! No nos maten, estamos rendidos, pues, tatitoy!", gritan aquellos desgraciados.

"Al infierno a pedir perdón. ¿Ahora estáis rendíos no más?

"No hay que dejar ni uno vivo de estos perros cholos traidores, que pelean a la mala, con dinamita y polvorazos!"

"¿No les gustó buscar camorra?"

"Aquí tienen a los niños del 4º, de mi coronel Amunátegui y de mi comandante San Martín!"

"Ahora no hay lianza, ni naa, fregarse no más!" "¡Viva Chile y mi general Baquedano y mi coronel Lagos!

Abajo la bandera peruana, niños, pa que la vea la escuadra! "

¡Y mil y mil exclamaciones por el estilo, se oían en aquella vasta meseta!

Los vencidos no hacían resistencia alguna, corrían locos, despavoridos, en todos sentidos y direcciones; el miedo cerval, dominó por completo a aquellos soldados, que no podían mirar de frente a la muerte.

La pérdida del comandante San Martín y los polvorazos los convirtieron en demonios, que ya no fueron hombres, aquellos soldados.

La sangre de Arauco pura saltó sobre el Morro; la vieja simiente española, esa buena cepa venida de las montañas vascongadas, cultivada bien en las níveas sierras y en las seculares selvas de Chile, que desde antaño, desde Valdivia y Almagro, hasta 1820, recibiera menosprecios de los del Perú, tomaba ahora su revancha, y castigaba a los autores del tratado secreto, como Bulnes aplastó en Yungay a los detentadores de la independencia del Perú, a los que soñaban en monarquizar al continente.

Y no hubo perdón en los primeros momentos, salvo uno que otro caso, como el del subteniente Aldunate Bascuñán, que hemos relatado.

Los oficiales del 4º, después de supremos esfuerzos conseguían detener la matanza.

Bolognesi, herido en un muslo, rodeado de Moore, que vestía de paisano, teniendo allí cerca a los capitanes de artillería don Cleto Martínez y don Adolfo Quint, al teniente don Tomás Otoya y al subteniente don F. Alan, que servían las baterías del Morro, junto con algunos individuos de tropa más, rendidos todos; sin espadas los primeros, ni armas los segundos, eran conducidos a las barracas que hacía el lado del mar existían; cuando una luz intensa, brillante, seguida instantáneamente de una fortísima detonación, iluminó las baterías y atronó el espacio!

Restos humanos, tierra, metralla, fierro, toda una masa de humo, de algo inhumano, desconocido, pobló el cielo.

Uno de los grandes cañones de la batería del mar, un Voruz, atascado de dinamita, había hecho explosión, junto con todo su depósito de municiones y saquetes de pólvora, cuando ya Bolognesi rendido, prisionero y salvo con los suyos, se encontraba en poder de los nuestros.

La traición, táctica firme, natural, hecha a conciencia por los peruanos, daba en ese momento su nota nacional. El modo de ser de los descendientes de los incas, la felonía, se revelaba tal cual es, al desnudo.

Los nuestros a su vez, al sentir la formidable detonación, que, por desgracia, mató a varios hombres del regimiento chileno, saltaron como leones enfurecidos sobre Bolognesi, Moore y cuantos enemigos ahí quedaban; y a culatazos, como quien mata perros, los ultimaron a todos.

El jefe de la plaza, Bolognesi, en ese supremo instante, se enmudece, detiene su marcha, y cae muerto a manos de un cuartino que de un feroz garrotazo, dado con la férrea culata de su Comblain, rifle que tenía una gruesa pestaña de hierro, en plena frente, le abre el cráneo sembrando de sesos el suelo que se enrojece con la sangre de todos aquellos hombres.

Así murió Bolognesi, rendido y sin gloria.

Fue necesario entonces hacer poderosos, increíbles esfuerzos, para dominar y tranquilizar a los soldados, que no querían de ninguna manera tomar prisioneros.

Poco después de lo narrado, otra pequeña pieza estalló también; y por milagro a nadie hirió, ni mató; entonces fue cuando a gritos, en la forma más inimaginable, los pocos jefes peruanos prisioneros que quedan con vida, La Torre y otros, pedían misericordia; se disculpaban y ofrecían indicar el lugar donde se encontraban las grandes minas, las baterías eléctricas, con sus guías y polvorazos!

Miserables, pedían perdón; no habían tenido el coraje, la heroicidad de volar la plaza en medio del combate y después de alardear que quemarían el último cartucho, ahora de rodillas pedían perdón!
Silva Arriagada, lo dice: no hubo sino uno de entre aquellos hombres, que se mostró digno de su desgracia, de la suerte infeliz que le deparara el destino; QUE NO PIDIÓ PERDÓN; el comandante del Iquique, DON ROQUE SAENZ PEÑA, HOY GENERAL PERUANO Y PRESIDENTE DE LA REPUBLICA ARGENTINA!

Doblemos esta página de horrores, de vergüenza para aquellos jefes y oficiales que no imitaron a Arias, ni a Inclán; que no supieron morir; que sólo supieron rendirse!

Veamos alzarse despacio, solemne, majestuosamente, ondulando sus límpidos colores, a la inmaculada bandera de Chile, por el alto mástil enemigo, que asciende hasta llegar al tope, donde quedará eternamente izada!

Y fueron el teniente don Casimiro Ibáñez, de la 2ª del 1º; el sargento 2º don José Antonio Roa, el cabo don Juan Dunstan y el soldado José Mercedes Correa, que pasaban revista en la compañía del capitán Quintavalla, quienes el día lunes 7 de junio de 1880, a las 7 de la mañana, cumplieron con la faena de arriar la bandera peruana y de izar el tricolor, pend0ón que hoy flamea en el solitario Morro, y en el que se envuelven para morir los descendientes de Caupolicán y de Lautaro!

El primer estandarte chileno que tremoló en Arica, fue una pequeñísima banderola de un guía del 4º, la del sargento don José Antonio Roa, ya citado.

En las posiciones peruanas del alto, del Cerro, no habían ya enemigos que combatir; el Ciudadela, Este, Cerro Gordo, fuertes de La Lisera, el Morro, toda aquella famosa cadena de reductos, había sido tomada en 55 minutos.

A las 6:45 de aquella inolvidable mañana, los oficiales de la Armada chilena, los jefes y equipajes de los barcos neutrales, pudieron ver con sus anteojos, no tremolar la bandera de Chile en el Morro, pero sí, vieron bien a nuestros bravos y heroicos soldados, asaltar el último bastión, tomarlo y rendirlo.

Los marinos ingleses habían ganado su apuesta: en un sólo ataque, en menos de una hora, dos regimientos chilenos, de orden del coronel don Pedro Lagos, tomaron posesión y rindieron a Arica, plaza fuerte de primer orden.

Más tarde, el coronel don Pedro Lagos recibía del capitán de la nave inglesa una caja con un par de riquísimas pistolas y una carta del marino británico, en que pedía excusas por el modesto obsequio, que no era sino un homenaje de admiración al jefe y a los soldados de Chile, que también habían cumplido con su deber.

Esas armas las guarda hoy con veneración el señor don Juan Nepomuceno Rojas, ayudante del coronel Lagos, justo admirador del valor, inteligencia y hombría del ayudante general del comandante en jefe del ejército de Chile don Manuel Baquedano, coronel don Pedro Lagos, vencedor de Arica.

No quedaban en pie sino los fuertes del norte y el Manco Capac.

Desde que se inició la acción, El San José, Dos de Mayo y Santa Rosa, abrieron sus fuegos en todas direcciones.

Don Juan P. Aillón, sargento mayor y jefe de esas baterías, se mantuvo en su puesto, y durante el combate, pudo tranquilamente disparar sus piezas, sin ser verdaderamente molestado.

El Lautaro avanzó por la playa en demanda de aquellas posiciones, cubriéndose con cautela en el terreno y desplegado en guerrilla en orden disperso.

Robles, Carvallo Orrego y toda aquella brillante oficialidad lautarina, se manejó en aquel avance como en el más correcto ejercicio, y cuando el mayor Aillón y sus hombres, que estaban parapetados en las trincheras que cubrían los frentes, vieron el resuelto avance del Lautaro, y al mismo tiempo se dieron cuenta de la pérdida de las fortalezas del Alto, y notaron la presencia, por su derecha, del 3º de línea, que con don Federico Castro se le venía encima, abandonaron los tres fuertes y todos los reductos; y a todo correr se dispersaron hacia el noroeste, el sur, buscando la población o un hoyo, una mina, un seguro rincón donde ocultarse.

Los que hacía la hondonada del noreste tomaron, cayeron bajo los afilados sables de nuestra caballería, que oculta en esas quebradas estaba; y no fueron tomados prisioneros, porque las detonaciones de las minas enemigas habían hecho huir toda conmiseración del pecho de nuestro ejército.

A parte de esto, cuando el Lautaro avanzaba sobre el San José, estalló éste; y el ruido, la detonación, fue tan potente, tan soberanamente fortísima, que la caballería nuestra, que estaba lejos, imaginó, como era natural, que el Lautaro había caído con la explosión.

No fue así, no murió nadie en el San José, ni un chileno, ni menos peruanos; que buen cuidado tuvieron de dar fuego a su Santa Bárbara después de haberlo abandonado.

Aquello no fue sino una salva real, única, hecha al pabellón de Chile, que en esos momentos se izaba en la cima del Morro, con la insignificante carga de cincuenta cajones de dinamita, amén de la pólvora y pertrechos.

Todos los vencedores de Arica recuerdan esa magnífica explosión: se vio, dicen, elevarse por los cielos una llamarada poderosa; tembló la tierra, el espacio se pobló de una infinidad, como de largos palitos, delgados listones, hierro, cañones, tierra, humo: un volcán.

En seguida, la nube subió recta, despacio, hacia la altura; luego se extendió por todos lados, semejando un inmenso sauce llorón.

Aquella nube de palitos, que todos vieron, eran los rieles del fuerte, de sus muros y bastiones.

La plaza estaba tomada; el pabellón de Chile en el Morro, y don Pedro Lagos, que ha descendido al pueblo, satisfecho del valor de sus soldados.

El general Baquedano felicita al vencedor de Arica, a don Pedro Lagos, su ayudante general, su compañero y leal amigo.

Pero, la victoria se ha comprado cara. San Martín está agonizante; el capitán Chacón ha muerto, y el subteniente Aguirre dormirá pronto el dulce sueño de la muerte. Poblete está ya en la historia.

El 4º de línea tiene diez oficiales menos, y 190 cuartinos, pueblan heridos también las areniscas laderas, fuertes y trincheras del Morro.

Noventa y tres muertos tiene el Arica, 4º de línea, y con San Martín y Aguirre, llegarán a 95!

Sus bajas suman entre muertos y heridos, 295 hombres.

En el Ciudadela, el bravo Tres, perdió dos oficiales: Chacón y Poblete;hubo siete oficiales heridos; sus laderas y recinto, y en el espacio, hechos polvo, quedaron cincuenta y siete bravos del 3º, e ingresaron a las ambulancias 117 heridos, muchos de los cuales, un 50% fallecieron más tarde.

El 3º de línea perdió en Arica 183 hombres, contados desde el heroico capitán Chacón, al último soldado.

El Lautaro, no tuvo sino ocho bajas. Sumadas las pérdidas, podemos asegurar que Arica costó a Chile, al ejército y escuadra, contando los tripulantes que cayeron en el Cochrane el 6 de junio, 514 soldados: un batallón, que siempre mandará su jefe, don Juan José San Martín.
Fuente: Molinare, Nicanor, Asalto y toma de Arica : 7 de junio de 1880, Impr. de "El Diario Ilustrado, Santiago de Chile, 1911, P. 102.

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