viernes, 5 de junio de 2020

La respuesta de Bolognesi, por Nicanor Molinare

 [Oleo de "La Respuesta" de Juan Lepiani]

Baquedano y Lagos, sabían de sobra que Bolognesi y su guarnición no eran soldados que pudiesen resistir el empuje de sus tropas; pero sabían también que Arica estaba minada y repleta de dinamita, y estimando que en el ataque podían volar sus reductos y con ellos gran parte del Ejército asaltante, hicieron al coronel Bolognesi proposiciones para que se rindiese, a fin de evitar la inútil efusión de sangre en los dos bandos.
 
De acuerdo los jefes chilenos, sobre la imperiosa necesidad de rendir pronto la plaza y estimando en todo su valor la idea que detallamos, acordaron intimar antes de la batalla la rendición de aquella fortísima plaza.

Baquedano llamó al sargento mayor de Artillería don José de la Cruz Salvo, jefe distinguido por su inteligencia, ilustración y exquisita cultura, lo impuso de la comisión que deseaba confiarle, y después de darle las instrucciones que creyó oportunas, le ordenó se trasladase a Arica a fin de obtener de Bolognesi la rendición incondicional de la plaza.
 
Era imposible, que el general chileno, hubiese podido elegir un hombre más a propósito que el caballeroso mayor Salvo, para desempeñar tan delicada cuanto magnánima comisión.
 
La seriedad de su carácter, sus maneras afables y cultas, su fácil y correcta dicción, buena memoria y porte marcial, hacían del hoy general Salvo, el mejor diplomático que pudiese encontrarse en las filas de nuestro Ejército; su designación fue unánimemente aceptada y aplaudida por todo el mundo.
 
Nuestros hombres de guerra quedaban así bien representados por el señor mayor Salvo.
 
No eran todavía las 7 de la madrugada del sábado 5 de junio de 1880, cuando nuestro estimado parlamentario don J. de la C. Salvo montaba a caballo, y acompañado del ayudante de don Pedro Lagos, capitán don Enrique Salcedo, del alférez del Nº 2 de Artillería, don Santiago Faz, de un abanderado, un corneta y dos ordenanzas, se despedía del señor general en jefe don Manuel Baquedano, de Lagos, Velásquez y demás ayudantes del comandante en jefe.
 
La partida se efectuó desde el punto en que estaba emplazada la batería de Santiago Frías.
 
Salvo montaba un hermoso caballo negro retinto; era el que ensillaba Salcedo.
 
A buen paso descendieron de las alturas del noroeste y sin parar caminaron hasta que llegaron a Quebrada Honda, lugar en que hicieron alto.
 
Salvo, conocedor a fondo de los reglamentos que rigen en los Ejércitos civilizados, creyendo estar ya adentro de las líneas enemigas, ordenó a su corneta tocase "Interrogaciones".
 
Las agudas notas del corneta chileno vibraron en el aire durante más de un minuto; y su clarísimo sonido repercutió en el espacio con la límpida cadencia armónica con que las plegarlas verdaderamente cristianas deben llegar al trono del Altísimo.
 
Aquella misión era de paz y de concordia.
 
Los toques guerreros de nuestro trompeta eran una amistosa llamada, que el generoso corazón del general chileno, hacía al comandante peruano, para evitar una inútil efusión de sangre, por medio de su parlamentario.

Incuestionablemente, Salvo y sus acompañantes habían sido ya vistos por los ocupantes, que adentro de la plaza se encontraban; porque momentos después de apagarse las últimas notas del corneta chileno, el mismo toque de interrogación se dejó oír en el real peruano, hacía el lado del Cementerio.
 
Y al perderse también las últimas vibraciones del guerrero instrumento enemigo, apareció, jinete en un rosado y poderoso caballo, de pura raza peruana, de paso de aguililla, el coronel don Ramón Zavala primer comandante del batallón Tarapacá, que murió en la acción.
 
El jefe contrario llegaba acompañado de un corneta del Aroma, que cargaba un capote militar amarillo el capitán don Enrique Salcedo, que es quien nos ha proporcionado estos interesantes detalles.
 
El coronel don Ramón Zavala avanzó hasta el punto mismo en que el mayor Salvo y su escolta se encontraba; cambió discreto y caballeroso saludo con los nuestros; el mismo vendó la vista al señor Salvo, con su propio pañuelo; e instantes después, la comitiva partió hacía la casa que ocupaba Bolognesi, llevando al mayor Salvo entre ambos jefes enemigos.
 
Narran los cronistas de la época, que el limpio pañuelo con que el mayor Salvo se dejó vendar, fue cambiado a poco por otro "de tela riquísima y profusamente perfumado" que trajo a galope tendido de la plaza un oficial peruano.
 
Nuestro parlamentario fue conducido, lo dijimos, donde Bolognesi. La casa habitación de don Francisco estaba ubicada al pie del Morro y "su corredor pintado de azul" daba vista a la calle principal de Arica.
 
Quitada la venda de los ojos de Salvo, fue introducido a presencia del jefe peruano, que de pie recibió a nuestro enviado.

Bolognesi era un anciano de marcial apostura; de frente ancha despejada, nariz si se quiere recta pero un poco ancha; usaba pera y bigote y tenía todo el aspecto de un viejo veterano.
 
En esos momentos llevaba un sencillo uniforme cubierto por un paleto azul abrochado militarmente; sus pantalones eran color garanse, es decir, grana o colorado, como los que antaño usamos nosotros, con franja de oro en ambas piernas; y cubría su cabeza el tradicional kepis de estilo francés, llevando al frente el escudo peruano, que era un sol de oro.
 
"Un momento después, dice don Benjamín Vicuña Mackenna, a quien vamos a copiar esta emocionante página que nadie podrá sobrepujar, el oficial chileno llegó a la presencia del jefe de la plaza; su conferencia fue breve, digna y casi solemne de una y otra parte.
 
"El coronel Bolognesi había invitado al mayor Salvo a sentarse a su lado en un pobre sofá colocado en la testera de un salón entablado pero sin alfombra y sin más arreos que una mesa de escribir y unas cuantas sillas.
 
Y cuando en profundo silencio ambos estuvieron el uno frente al otro, se entabló el siguiente diálogo, que conservamos en el papel desde una época muy inmediata a su verificación, y que por esto mismo fielmente copiamos:
 
Lo oigo a Ud., señor, dijo Bolognesi, con voz completamente tranquila.
 
Señor, contestó Salvo, el general en jefe del Ejército de Chile, deseoso de evitar un derramamiento inútil de sangre, después de haber vencido en Tacna al grueso del Ejército Aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos en hombres, víveres y municiones conocemos.
 
Tengo deberes sagrados, repuso el gobernador de la plaza, y los cumpliré quemando el último cartucho.
 
Entonces está cumplida mi misión, dijo el parlamentario, levantándose.
 
Lo que he dicho a Ud., repuso con calma el anciano, es mi opinión personal; pero debo consultar a los jefes; y a las dos de la tarde mandaré mi respuesta al Cuartel General chileno.
 
El coronel Bolognesi, como Lavalle y García Calderón, quería ganar tiempo.
 
Pero el mayor Salvo, más previsor que nuestros diplomáticos, le replicó en el acto:
 
No, señor comandante general. Esa demora está prevista (no lo estaba), porque en la situación en que respectivamente nos hallamos, una hora puede decidir de la suerte de la plaza. Me retiro.
 
Dígnese Ud. aguardar un instante, replicó el gobernador de la plaza. Voy a hacer la consulta aquí mismo, en presencia de Ud.
 
Y agitando una campanilla llamó un ayudante, al que impartió orden de conducir inmediatamente a consejo a todos los jefes".
 
Mientras estos llegaban conversaron los dos militares sobre asuntos generales; pero el jefe sitiado insistió sobre la necesidad de regularizar la guerra, lo que pareció traicionar cierta ansiedad por su vida y la de los suyos; mas no se llegó a una discusión formal, porque con dilación de pocos minutos comenzaron a entrar todos los jefes a la sala.
 
El primero de ellos fue Moore, vestido de paisano, pero con corbata blanca de marino; en seguida Alfonso Ugarte, cuya humilde figura hacía contraste con el brillo de sus arreos; el modesto y honrado Inclán; el viejo Arias; los comandantes O'Donovan, Zavala, Sáenz Peña, los tres Cornejo y varios más.
 
Cuando estuvieron todos sentados, en pocas y dignas palabras el gobernador de la plaza reprodujo en substancia su conversación con el emisario chileno, y al llegar a la respuesta que había dado a la intimación, se levantó tranquilamente Moore y dijo:
 
Esa es también mi opinión.
 
Siguieron los demás en el mismo orden, por el de su graduación, y entonces dejando a su vez su asiento el mayor Salvo, volvió a repetir:
 
Señores, mi misión esta concluida... Lo siento mucho.
 
Y luego, alargando la mano a algunos de los jefes que le tendían la suya cordialmente, fue diciéndoles sin sarcasmo, pero con acentuación:
 
Hasta luego.
 
Despedido en seguida en el mismo orden en que había sido recibido, llegaba el mayor Salvo a su batería, a las 8:30 de la mañana, y sin cuidarse mucho de decir cuál había sido el resultado de su comisión, pedía un alza y un nivel para apuntar sus piezas de campaña a los fuertes del norte que tenía a su frente".
 
Vicuña Mackenna termina esta interesante página con la anotación siguiente:
 
"La escena y el diálogo de la intimación de Arica, nos fue referida por el mayor Salvo a los pocos días de su llegada a Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el "Itata", los prisioneros de Tacna y Arica, y la hemos conservado con toda la fidelidad de un calco".
 
Pronto veremos, si Bolognesi y sus subordinados, quemaron su último cartucho.
 
Fuente: Molinare, Nicanor, Asalto y toma de Arica : 7 de junio de 1880, Impr. de "El Diario Ilustrado, Santiago de Chile, 1911, P. 45.
 

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