[Oleo del Combate de Sangra]
Con la serenidad estóica de quien ha tomado una resolucion suprema, el capitan Araneda dispuso su tropa para la desigual i terrible pelea, determinado a dejar el nombre de Chile tan alto como las cumbres en que iba a combatir. Instaló al bravo subteniente Guzman con doce hombres en torno a la capilla, diez o quince metros a la derecha, i con los treinta i cuatro buines que le quedaban, rodeó el corral de mulas que servia de patio a los ranchos pajizos del caserío: convirtiendo así su posicion en un pequeño campo atrincherado. El cuartel de calamina quedaba por de pronto abandonado, camino de por medio.
Era la una de la tarde, i en esa situacion se rompió el fuego por los asaltantes, que habian formado con su inmensa hueste un círculo completo en derredor de la planicie i el caserío. I tanta era ésta desde el primer momento, que habiendo acertado el capitan chileno a despachar uno en pos de otro a dos valientes soldados, en lugar de voladores, para dar la alarma al sarjento Blanco en Cuevas i al comandante Méndez en Casapalca, los dos fueron muertos, envueltos en un torbellino de balas. Un tercero ofrecióse entónces, voluntariamente al sacrificio, i éste, agazapándose por entre los raquíticos matorrales de la sierra, a guisa de culebra, logró llegar a su destino. Era un muchacho arribano llamado Nemesio Ibarra, valientísimo soldado.
Con estas bajas, la tropa del capitan Araneda quedó reducida a 31 combatientes.
Trabada casi cuerpo a cuerpo la lucha, fué tenaz i sangrienta en su primera faz. Como familia de leopardos acosados por inmensa manada de negros jabalies, los buines hacian frente por tres costados a los asaltantes, i comprendiendo que su única salvacion se cifraba en la demora para dar lugar al refuerzo, apuntaban con calma para no perder sus balas en la masa que, con aullidos anticipados de victoria i de venganza, los acosaba.
Mas. como era inevitable. el número hacia por sí solo su efecto, i una hora despues de empezado el fuego, veinticinco de aquellos bravos yacian ríjidos en sus puestos. Algunos habian recibido hasta tres o cuatro balas en diferentes miembros de su cuerpo, pero sin siquiera vendarse ni restañar su sangre, tendian el fusil sobre el parapeto i con desfallecidos brazos pero corazon de bronce, continuaban peleando hasta morir!... El capitan Araneda i sus dos sub-tenientes Rios i Saavedra estaban en todas partes, alentando con su ejemplo aquel grupo de leones, es decir, de buines. Cada cual habia empuñado el rifle de los que habian muerto, i los tres oficiales peleaban como simples soldados.
Eran las cuatro de la tarde i un rayo de esperanza atravesó el cansado pecho de los bravos.
Hácia el lado de Cuevas sintióse de improviso un fuerte tiroteo.
¿Qué sucedia?
Era el noble i animoso sarjento Blanco que llegaba, avisado por Ibarra, jadeando cerro arriba, con sus quince compañeros al socorro de los suyos. Pero, rodeado a su vez por la engreida turba peruana i peleando en campo abierto contra jente parapetada, fué aquel valiente obligado a batirse en retirada, dejando a no pocos de sus soldados en el campo.
Los que peleaban dentro de las pircas eran en ese momento sólo doce, como los de la fama, pero aun rechazado el débil socorro de Cuevas, quedábales un punto de apoyo en el destacamento del alférez Guzman, que defendia bizarra i porfiadamente por su derecha, la fuerte posicion da la pajiza iglesia del coronel Vento.
Mas los peruanos que, minuto por minuto, iban estrechando el cerco, lograron prender fuego a la techumbre de su propio templo; i a fin de no perecer entre las llamas, el intrépido mozo penquisto que allí mandaba, se abrió paso por entre el humo i las llamas con los ocho o diez hombres que le quedaban. I no pudiendo replegarse sobre Araneda porque se lo estorbaba el incendio, marchó hácia Cuevas reuniéndose con el sarjento Blanco un poco mas abajo de la quebrada i dejando sembrado de cadáveres de los suyos i de los contrarios su trayecto. Un soldado llamado Ahumada, que había sido bombo del rejimiento, cayó en el dintel de la capilla, i allí, a la mañana siguiente lo encontraron carbonizado...
Fuente: Vicuña Mackenna, Benjamín, Sangra: la jornada heroica: (26 de junio de 1881), Santiago: L. A. Lagunas M., 1915, P. 19.
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