domingo, 7 de junio de 2020

Actuacion del 4° de Linea en el Asalto al Morro, por Nicanor Molinare

 ["Asalto y Toma del Morro de Arica" obra de Cipriano Ubiergo]

Dejamos a los del 3º limpiar sus armas; recoger sus heridos; formar sus compañías y continuar el ataque; y tendamos la vista en dirección al suroeste, hacia el fuerte Este que allí el 4º de línea tiene una cita, un alto, una maniobra que cumplir.

En otra loma, que levanta suavemente su cumbre hacía el oeste y que en línea recta no puede distar del lugar que ocupa el 3º de línea, más de unos 1.300 metros, en columnas cerradas por batallón está durmiendo el 4º de línea, el futuro Arica a poco más de dos y medio kilómetros al sur oriente del fuerte Este.

A su retaguardia, se sabe, queda el Buin; y a esas horas, el capitán don Enrique Salcedo, con los Cazadores de A. Novoa Gormaz, con distancias de guerrilla sus cien jinetes, al sur de los fuertes enemigos y cargándose un poco al mar, para el lado de La Lisera, esperan el asalto del 4º para marchar con el Buin a impedir al enemigo busque retirada o escape por el flanco sur.


Don Pedro Lagos, a quien no se ha escapado ningún detalle, advierte a su ayudante Salcedo, que los Cazadores a caballo deben formar en el orden disperso, anotado; porque tan pronto cargue el 4º, los jinetes del capitán Novoa Gormaz recibirán a su vez numerosos proyectiles enemigos, y hay que cuidar a la tropa y evitar en cuanto sea dable, las consecuencias de la acción.

Y la prevención oportuna y militar de aquel servidor de Chile, coronel don Pedro Lagos, a cuya vieja experiencia en las lides de la guerra, nada se escapaba, tuvo su más acertado cumplimiento, nos decían hace poco los señores Salcedo y Novoa Gormaz; porque desde que el enemigo rompió sus fuegos sobre el 4', las balas llovieron encima de nosotros"; hecho que confirma el parte del capitán Novoa Gormaz, al dar cuenta de que el cabo Caris, de Cazadores, fue herido en Arica.

Pero volvamos al 4º de línea, en cuyo campo se dan las últimas órdenes para emprender el asalto al Este a los reductos de La Lisera, a sus trincheras y al Morro.

Los cuartinos se desperezan, al dejar la mullida arenita en que han reposado algunos, dormido los más, aquella noche de inolvidables recuerdos.

La tropa, de orden superior, deja sus rollos y se aligera de sus ponchos; los soldados recorren sus arreos, revisan sus Comblain, rifle belga, que la previsión de Errázuriz Zañartu, compró oportunamente; y juegan despacio, con cuidado, el mecanismo de sus fusiles; todos aquellos hombres están alegres, contentos, porque llega ya la hora del combate y de la victoria.

Los cuartos, están orgullosos, porque su coronel Lagos no los ha rifado; no, a ellos, a los del 4º, don Pedro los tiene en alta estima; hay que echar el resto en el ataque; y la manito que van a dar a los cholos tiene que ser como en un ejercicio: limpiecita; mano al rifle, y a la carga! dicen todos los cuartinos, que tienen noble orgullo en su número, en su jefe y en sus tradiciones.

Las compañías del bravo regimiento, van ya a moverse; aún no viene la luz; el enemigo duerme al frente, en sus reductos formidables; hay que salvar mucho más de dos kilómetros, quizás 2.800 metros; y para que los del fuerte no sientan la arremetida, se previene silencio de muerte y mano a la vaina de metal de la bayoneta, para que, el peruano siga siempre durmiendo.

La noche es obscurísima; y sólo cuando ya todo está listo, e inicia su movimiento el capitán de la 4ª del 1º don Pablo Marchant, en primera línea, de descubierta, principia a disminuir el suave titilaje de las estrellas que pueblan el espacio infinito, y como que quiere despuntar el día, venir la aurora.

Un silencio sepulcral, pavoroso, se siente en aquellas areniscas cumbres, que el oleaje del mar que baña La Lisera y los tumbos poderosos del océano, vienen de cuando en cuando a turbar.

La brisa, trae también de la costa, ese olor a mar, agradable, aromático, cargado de yodo, que huele a salitre, y que conforta y anima, que da vida.

Y a retaguardia del teniente Gana Castro, marchan, espada en mano, listos, atentos a todo, Carlos Lamas García, un niño, que quiso servir a su patria con el desinterés con que lo hace el hombre honrado y bueno; Genaro Alemparte, que carga apellido de valientes, y Juan Bautista Riquelme.

Estos son los oficiales que van con los Cazadores de Marchant, los viejos veteranos de la Recoleta, los premiados de la antigua compañía del actual jefe del 4º, del ex capitán San Martín.

Se recuerda, esta compañía lleva la difícil comisión de cortar los alambres de las minas, de señalar el peligro, de sacrificarse por todo el primer batallón. Son los zapadores de la muerte y de la gloria, son los niños de Pablito Marchant, de Lucho Gana, de Lamas García.

En sus filas, en la primera mitad, van los sargentos don Juan de Dios Espinoza y el chico Manuel Martínez, que murió en El Este; el premiado José del Carmen Fonseca; el alentado y joven sargento, que es un nene, un chiquillo, don Agustín Moisés Gajardo; los cabos Tránsito Muñoz y Adolfo Mena; en todos, en fin, 106 hombres, contados desde el capitán Marchant a Belisario Molina, último soldado que pasa revista en la 4ª de Cazadores.

Aquellos hombres caminan resueltamente escudriñando el horizonte, fijándose en el suelo, observando con sumo, con exquisito cuidado el terreno en que marchan, en que operan.

Desplegadas en guerrilla, el Comblain en la derecha, tomado reglamentariamente con la izquierda mano sostienen la metálica vaina de sus yataganes y semi agachados, casi como culebras, cumplen con la sagrada comisión que les ha impuesto su denodado comandante.

La silueta del Fuerte Este apenas se perfila en el horizonte, encima de una eminencia; pardea un tantico el alba y aún brillan en el firmamento las estrellas.

Inmediatamente, a retaguardia del capitán Marchant, que tiene dos cornetas a su lado, viene don Luis Solo Zaldívar, a quien sirve de ayudante el capitán don Losedano Fuenzalida, y el abanderado Emilio Aninat, oriundo de Concepción.

El mayor Zaldívar, hombre de guerra, detiene un poco la marcha; espera que haga su despliegue el capitán La Barrera, de la 1ª del 1º, y poco a poco se coloca a su frente.

La guerrilla de la Barrera la mandan Ricardo Gormaz con Carlos Aldunate Bascuñán, nieto del caballero general don José Santiago Aldunate, gallardo chileno de las lides de la independencia, que salta de la 5ª de humanidades del Instituto Nacional a las guerrillas del 4º de línea.

Las últimas cuartas del granadero don Miguel de la Barrera, las tienen dos niños más y un mozalbete talquino Samuel Meza F. y Julio Paciente de la Sota a quienes luego veremos como les fue.

Zaldívar tiene, como hemos dicho, encargo especial de tomar el Este y sin miramiento a las minas seguir y seguir hasta el Morro; de ahí que abandonando por breves instantes el frente, desde su flanco derecho observe don Luis, a quien acompaña como guía y baquiano el capitán don Enrique Munizaga, a los que vienen a retaguardia; y como el mayor Zaldívar tiene la vista hacía el oriente, puede divisar ya a los capitanes Avelino Villagrán H., que con Ibáñez, Alamos y Ahumada toman su puesto; y cuando ve a su compañero don Pedro Onofre Gana, de la 3ª rompe la marcha al trote Zaldívar con sus ayudantes; se pone a la cabeza de la 1ª del 1º.

San Martín no ha esperado, que el ler. batallón ejecute sus órdenes, que esos bravos han cumplido con la precisión de un ejercicio doctrinal; cuando envía sobre los poderosos reductos que se ubicaban al sur del Morro y pegados a las faldas que dan al mar, por La Lisera, a la 4ª del 2º con un bravo capitán don Ricardo Silva Arriagada, a quien San Martín manda oblicuar sobre su izquierda, desplegarse en guerrilla y colocarse a la misma altura que Marchant.

Soldado veterano, viejo legionario del 2º de línea, sereno y valiente por añadidura, el capitán Silva Arriagada cumplió exactamente las órdenes de su jefe y se lanzó a paso de carga en demanda de los fuertes de la playa.

San Martín, nos decía no ha mucho nuestro amigo, don Ricardo, le hizo a él y a sus hombres el mismo encargo que al teniente Gana Castro: cortar las baterías eléctricas.

San Martín, ve partir al capitán de la 4ª del 2º que se pierde en la semi oscuridad del crepúsculo que ya se aproxima, y luego desfilar sucesivamente a la 1ª, 2ª y 3ª compañías del 2º batallón que es el suyo, y a cuyo frente marchan don Menandro José de Urrutia, don Pedro Julio Quintaballa y el teniente don Gumercindo Soto.

San Martín desnuda su espada, con sus cornetas y retaguardia a un paso; a la mano, con Pantaleón Godoy y José Genaro Venegas, y seguido del capitán ayudante don Miguel Rivera forzó su paso, se desprende de Rivera, que va a colocarse a la vanguardia; y con sus hombres, cornetas y ayudantes, toma su puesto a la derecha del 2º batallón, a la altura de la 1ª del 2º que manda Urrutia.

Así el comandante del Cuarto puede vigilar bien al 2º batallón y estar más cerca del 1º, que marcha desplegado a su derecha como en una parada, en demanda del enemigo.

Aquella maniobra es admirable; los cuartinos ejecutan todos sus movimientos con precisión matemática; sus hileras se perfilan correctamente; y con paso firme, sereno, majestuoso marchan a la muerte, a la victoria y a la gloria, en conformidad a los reglamentos, a la táctica y férrea instrucción y disciplina a que San Martín los tiene habituados.

La partida se había iniciado poco después de las 5 de la madrugada y cuando el regimiento había recorrido unos 1.500 metros y la luz de la alborada se venía encima, el Este se mostró a los hombres del ler batallón del 4º a Marchant, Gana y a los suyos en la semi oscuridad del alba medio envuelto aún por escasísima luz.

Corrieron unos pocos minutos que se aprovecharon forzando la marcha y acortando la distancia, cuando el enemigo descubrió, no se sabe como, a los nuestros y envió sobre el aguerrido regimiento chileno la más soberbia descarga de fusil y de cañón.

El ler batallón del 4º no contestó el fuego ni vaciló por un instante en su maniobra siguió impasible su camino; las voces de mando de sus oficiales eran rápidas, firmes, resueltas: Cubran las filas, mantengan las distancias, de frente, no hay que perder su formación y sus líneas.

El fuego del enemigo se iniciaba con toda energía y el Este, Morro Gordo, Cerro del Chuflo, Ciudadela, El Morro, los reductos de La Lisera, los del Bajo, todas las trincheras y bastiones vomitaban balas y metralla.

Y en medio de aquel infierno de destrucción y de muerte, los dos batallones de nuestro 4º de línea, que ya principia a ganar el nombre inmortal de Arica, siguen impertérritos su camino, sin pestañear, sin perder las líneas, adelante, adelante!

Don Luis Solo Zaldívar lo dice en su lacónico parte, cuando "ya estaba encima del Fuerte Este", a una cuadra escasa, el 4º hizo alto; armó bayoneta y se lanzó al asalto, en forma tal, que casi es imposible describir.

Alto, tocan los cornetas; armen bayoneta repiten sus guerreros y vibrantes acordes.

¡Fuego y a la carga, muchachos! ¡Al enemigo!

Gritó San Martín, blandiendo en alto su espada, irguiendo su busto, levantándose en las puntas de los pies.

Y el eco repitió en las montañas aquel ronco bramido. El ¡Viva Chile! más atronador, más enérgico, hermoso y espontáneo que sentirán aquellas yermas y desoladas cimas, mientras el mundo sea mundo!

¡Ronco rugido del león, que dominó por un instante aquella selva de balas y metralla y el potente detonar de los cañones

¡Viva Chile! Viva! Vivaaaa!!!

Gritaron los heroicos cuartinos, y cual infernal avalancha humana, en medio del más fortísimo chivateo, salvaron los ciento treinta metros que distaban del poderoso Este en un escaso minuto.

El viejo enemigo de nuestra raza, había alcanzado a percibir, a sentir a nuestros legionarios; y por breves minutos sus fuegos se habían cebado en las nobles filas del denodado regimiento chileno; pero si calma tuvieron los peruanos para disparar sobre mampuesto en la semi obscuridad del alba, la perdieron cuando la luz del claro día les hizo ver la majestuosa tranquilidad con que el 4º recibía sus fuegos; pérdida que subió de punto cuando el primer Batallón lanzó su grito de guerra y se fue al asalto del poderoso y bien artillado Este.

El coronel don José Joaquín Inclán, que defendía con los Artesanos de Tacna, del mando del valiente coronel don Marcelino Varela, y con don Ricardo O'Donovan, jefe de Estado Mayor de su división, tiene allí, a sus órdenes, más o menos quinientos cincuenta hombres.

Y cuando ve que el 4º no contesta sus fuegos, y sin disparar un tiro trata de salvar los 1.000 o más metros que aún lo separan de su objetivo; cuando desde el alto parapeto en que se encuentran divisa la impávida y serena majestad con que avanza a paso de carga el regimiento chileno, ordena redoblar el fuego y al mismo tiempo mandaba replegarse una parte de su guarnición al reducto que queda a su retaguardia.

El valiente, el infortunado coronel don José Joaquín Inclán, debió sentir un hielo de muerte en el alma cuando vio la impávida serenidad de nuestros cuartos.

Varela, tranquilo, sereno y valiente, quedó en el Este, y firme en su puesto siguió mandando el fuego y esperó, resuelto a morir, el asalto de su posición.

San Martín, risueño, abierta el alma a la gloria, cuidaba a su regimiento, a su 4º, el hijo querido de su vida, de su hogar; porque ese soldado no tuvo otro padre que su jefe y amigo el coronel Lagos; otra familia otros hermanos, que el 4º de línea; marchaba contento, satisfecho del soberano empuje de su regimiento!

Y el 4º llegó a los bastiones del Este en mucho menos tiempo que en el que se imaginaron el coronel don Marcelino Varela, comandante de Artesanos de Tacna, y el comandante don Ricardo O'Donovan, jefe de Estado Mayor de la 7ª División, cuya era la tropa que guarnecía el Este, Cerro Gordo y demás reductos de La Lisera.

Los soldados del 4º de línea cayeron como una avalancha sobre el Este, y cual gatos monteses, pumas chilenos, lo asaltaron, tomaron y rindieron en poco más de diez minutos.

La 4ª del 1º de Marchant, la 1ª compañía del 1º de La Barrera, la de Villagrán, la de don Pedro O. Gana se puede decir que caparon al Este; porque el ataque y la rendición fue obra, como decimos de minutos.

Tomándose de los sacos, rasgándolos, saltaron como jauría de demonios por sobre los fosos, escalando los muros, rugiendo, vivando a Chile, al 4º, a Lagos, entraron al fuerte los hombres del primer batallón del bravo 4º, seguidos por San Martín y Zaldívar.

Inútil fue la resistencia: el coronel don Marcelino Varela cedió el campo después de corta y tenaz lucha, y sólo abandonó el puesto cuando feroz bayonetazo lo tendió con el vientre herido adentro del fuerte. Varela cayó vivando al Perú y animando a los suyos.

Es fama que el subteniente de la 2ª del 1º, don Juan Rafael Alamos, fue el primero que escaló el Este; la verdad del hecho es que Juan Rafael, que era en aquel entonces un muchacho a quien ni siquiera apuntaba el bozo, al caer adentro de aquel murallado recinto, se encontró por breves instantes solo; y a fuerza de bravo, Alamos, cargó ciego de coraje sobre la tropa enemiga que tenía más cerca; y aquella maniobra le dio tan magnífico resultado que en menos tiempo del que quizás gastamos en narrarlo, dejó fuera de combate cinco hombres; una bala en el ínter le alcanza y por fortuna, para aquel soldado, ella pegó en la empuñadura de su sable, destrozándola, pero sin conseguir arrancarlo de aquel brazo de acero.

El doctor don Juan Manuel Salamanca, que era cirujano 1º del 4º de línea, conserva en Talca con religioso respeto ese sable, herencia de un bravo, y que el mismo Juan Rafael Alamos le donara como prueba de amistad, diciéndole: "doctor, ese balazo no me hizo nada, al contrario, me sirvió para componerlo y tirar el hachazo con más ganas".

En verdad aquel asalto fue famoso; los peruanos disputaron bien el puesto durante los diez minutos que duró el entrevero; la orden del coronel Inclán de retirarse a Cerro Gordo y al reducto correspondiente, fue por otra parte fielmente cumplida por los capitanes señores 0. Julio Rospegliosi, Rubén Rivas y José del Castillo, que en retirada se batían haciendo nutrido y certero fuego.

El Este era ya nuestro y los cuartinos seguían adelante en vertiginosa carrera y, sin dar tregua al enemigo, lo rechazaban reducto por reducto, fuerte por fuerte.

Por desgracia la victoria la compraba nuestro bizarro cuerpo a costa de dolorosas pérdidas; el alentado y bravo subteniente de la 2ª del ler batallón, don Francisco Ahumada, que penetró de los primeros al fuerte, por una esquina, al erguir su bien modelado cuerpo para alcanzar en protección de Alamos, su amigo y compañero de fila, fue derribado por un balazo tan bien dado, que lo tumbó de espaldas sobre el muro; el proyectil penetrando en el hombro derecho, le había deshecho la articulación del hombro con el omóplato. Su fiel asistente, más tarde, lo sacaba del Este, y los Cazadores del capitán Novoa le prestaban los primeros auxilios.

Y a propósito, narra el capitán Novoa, que cuando el cabo Carís de su compañía, se bajaba para socorrer al subteniente Ahumada que se retiraba despacio de aquel campo de exterminio, una granada venida del Morro, al estallar cerca del grupo, tendió gravemente herido al cabo Carís que iba a socorrer al subteniente Ahumada; cosas de la guerra, que sabido es que las balas locas son las que más averías hacen.

Y cerca de Ahumada caen el teniente don Martín Bravo, soldado de sin igual valor y de festivo genio, a quien otra bala más compasiva que la de Ahumada, que quedó manco, le abre la articulación del brazo izquierdo y le roza la cabeza del húmero.

La compañía que hasta ese momento ha tenido más bajas ha sido la 4ª del 1º de P. Marchant, que ha dejado en el campo, en la descubierta y el asalto, diez muertos, entre ellos los sargentos don Manuel Martínez, que cae adentro del fuerte Este, y don Santiago Canales, que recibe en plena frente un proyectil que lo tira de bruces.

Los cabos Mena y Muñoz son heridos en el asalto, junto con los soldados Zenón Contreras, Pedro Navarrete, Eleuterio Pérez y Cecilio Andemilla y quince hombres más tiene de baja la 4ª del 1º en aquella primera acción.

Se hace notar entre los hombres de la descubierta del teniente Gana C., un niño imberbe aún, el sargento don Agustín Moisés Gajardo, por su denuedo y vigor en la pelea, en el asalto y entrevero; y es tal su pujanza y arrojo, que a petición del mayor Solo Zaldívar se le asciende a subteniente en ese día.

El enemigo entretanto, dirigido por los coroneles Inclán y O'Donovan y por varios oficiales del Artesanos, se ha parapetado en las trincheras del Cerro Gordo y en el fuerte de ese mismo nombre; y abre nutrido y certero fuego sobre los cuartinos, que dueños ya del Este continúan su carrera, sus asaltos; y siguen repitiendo sus inmortales hazañas y laminando en el bronce y en la historia de mi patria, las páginas que hoy con placer relatamos, para ejemplo de las presentes y futuras edades.

Y al mismo tiempo para que sepa el pueblo de Chile que nuestro lema es Vencer o Morir! Porque es mucho mejor morir que ser vencido; porque la parte más cruel, más terrible y espantosa, no está en morir, sino en sobrevivir a la desmembración de la patria, al deshonor y lo que es peor que todo, dejar libre entrada al pudoroso hogar, donde vive la esposa, la mujer querida, la recatada virgen mecida al calor de santo y paternal amor, al odiado y lujurioso vencedor; que como el Breno de la leyenda gálica, pondrá su espada en la balanza, sin justicia y por saciar impuros deseos, asquerosos amores!

Primero morir cien mil millones de veces, antes que ser vencidos y servir de pasto a la impudicia y sucia lascivia del corrompido pueblo peruano, del cholo feroz y sanguinario!

Se comprende, que no siendo el fuerte del Este demasiado extenso, nuestras guerrillas del primer batallón rebalsaron la posición enemiga; de ahí que las compañías de los capitanes Gana y la Barrera pasaran como un turbión sobre los flancos izquierdo y derecho del Este y cayeran como un rayo sobre
Cerro Gordo, que por más que quiso no pudo resistir al ímpetu de nuestros cuartinos.

Fue inútil, que los coroneles don José Joaquín Inclán, que mandaba en jefe a la 7ª División, y su jefe de detalle, coronel don Ricardo O'Donovan y la oficialidad del Artesanos de Tacna tratasen de resistir, de detener el avance invencible de la tropa de la Barrera y de Gana, porque fueron arrollados, destrozados y muertos.

El coronel Inclán se defendió hasta el último; no se rindió, ni pensó jamás en hacerlo, cayó sable y revólver en mano y batiéndose con Manuel Rojas, soldado de la 3ª del 1º del capitán don Pedro Onofre Gana, de la mitad del subteniente don Alberto de la Cruz González; Rojas mató al valiente coronel enemigo en buena lid, de bravo a bravo.

¡Que en las lides de la guerra el valor nivela todas las jerarquías!

Allí en las faldas del Morro Gordo recibió su primera herida en el brazo izquierdo el subteniente don Samuel Mesa F., el famoso y bromista Maucho, que es fama dijo al subteniente Aldunate Bascuñán de su misma compañía: "me j... Carlos; ahora sí, te juro, que me la pagarán los cholitos", y sin hacer caso de la herida siguió cargando con su mitad y corriendo hacia el Morro.

Inclán ha pagado ya su tributo a la patria y caído como un valiente; su inmortal espíritu se ha unido al bravo entre los bravos del Perú, al coronel don Justo Arias Aragüez, el héroe del Ciudadela, el verdadero hombre de Arica.

El coronel don Ricardo O'Donovan tampoco acepta la vida que le ofrecen los nuestros y cae muerto a punta de bayonetazos, sin rendirse!

Los hombres del primer batallón del 4º no dan un respiro al enemigo, ni lo toman tampoco; y cuando ya creen asaltar el último fuerte, el que está frente a la plazoleta del Morro, el que con sus fuegos domina el valle y río de Arica; la 8ª División enemiga, inicia sobre la vanguardia del 4º, nutrido fuego que abre con empuje varonil tropa que viene del bajo; son los refuerzos que en esa noche ha ido a traer el coronel don Alfonso Ugarte que en ese momento se encuentra en el recinto del Morro con Bolognesi, Moore y demás primeros jefes de la asaltada plaza.

Es el teniente coronel don Roque Sáenz Peña, argentino de nacimiento, que con bravura dirige personalmente el medio batallón de la izquierda del Iquique, única fuerza que ha conseguido hacer subir, trepar, por aquellas areniscas laderas y que llega tarde a participar del combate, en que sólo su buena estrella lo libró de la muerte.

Don Roque es argentino de nacimiento, ha visto la primera luz en Buenos Aires; pero en esos momentos y también después, es peruano de corazón.

Se sabe que el señor Presidente Argentino, no hace mucho tiempo, en 1905, recibió en Lima sus despachos de general del Perú; su retrato que hemos publicado, exhibe el lujoso uniforme estilo francés que usa el ejército peruano en la actualidad.

Ese retrato que ha publicado don R. Palma, carga cuatro medallas, esas condecoraciones peruanas, el actual Presidente de la República Argentina, las ha ganado al servicio del Perú, en los campos de Dolores, de Tarapacá y de Arica.

Las tres tienen la primacía del sacrificio y de la gloria; porque a fuer de verídicos historiadores, declaramos: que el comandante don Roque Sáenz Peña, en Tarapacá primero, como ayudante de campo del general Buendía, y luego como diligente y bravo jefe del Iquique, comando que recibió en el campo de batalla por muerte del coronel Aduvire, y que retuvo hasta que tomado prisionero y herido en Arica el 7 de junio de 1880, cesó en su jefatura, fue un jefe denodado, bravo y fiel servidor de la bandera que eligió como propia, la del Perú; por quien jugó su vida, que según el decir de novelistas como Blasco Ibáñez, era fardo pesado que tenía muchas cuentas por saldar de culpas juveniles, que lavan en duelos, con campañas y en locuras, perdonables en pechos juveniles hasta de veinte años; más no en hombres de seso y de más de 30, como contaba don Roque Sáenz Peña en 1880.

Las tres medallas nombradas están bien ganadas; pero la cuarta, la que recibió el señor general peruano don Roque Sáenz Peña, hace seis años, a los 56 de su edad, esa no tiene perdón de Dios.

En Chile, sépalo el señor don Roque Sáenz Peña, tiene mucho que hacerse perdonar; aquí se mira con recelo su gobierno, no por la Argentina en sí misma, sino por cuanto, a que el Excelentísimo señor Sáenz Peña cometió la segunda locura de aceptar pour la gloire, el pie y los honores de general del ejército del Perú.

Mi patria sabe que está sola en Sudamérica; pero tiene fe en su estrella, en su derecho y en la justicia que le asiste; y si mañana es atacada, sus hijos, cual otros viriatos sucumbirán todos, antes que rendirse.

El comandante Sáenz Peña estaba destacado en el Chinchorro la noche víspera del ataque; y en la mañana misma, cuando se inició la batalla, declara en su parte fechado en la rada de Arica el 9 de junio de 1880, que en los momentos que iniciaba, de orden del señor coronel don Alfonso Ugarte, comandante de la 8ª División, la marcha con su cuerpo, el Iquique y el Tarapacá del señor comandante Zavala, para dirigirse al Morro y defender los parapetos que ocupaban la prolongación Este del Morro, sintió el primer cañonazo del fuerte Este con que se iniciaba la acción.

El comandante Sáenz Peña atravesó la larga distancia que existe entre la Punta del Chinchorro y la base del Morro; y con lujo de personal valor lanzó su Iquique a la altura, trepando por las escabrosas y areniscas sendas de la falda norte del abrupto Morro.

Don Roque Sáenz Peña no pudo, por más que hizo, llevar al asalto sino el medio batallón de la derecha del Iquique; el resto, el medio batallón de la izquierda, apenas si alcanzó a intentar el atrevido y audaz movimiento, que a medias cumplió el comandante argentino.

El medio batallón Iquique, sin disparar un tiro, coronó el cerro; es decir, llegó a la altura, pero no tomó posesión de trinchera, ni parapeto alguno.

En esa operación, a don Roque Sáenz Peña lo ayudaron todos los oficiales del medio batallón de la derecha y sus jefes, sargento mayor don Isidoro Salazar, don Lorenzo Infantas y don Manuel M. Zevallos.

En su parte sostiene don Roque Sáenz Peña que le ayudaron eficazmente a sostener sus fuegos por la derecha tropas del Tarapacá, de Granaderos y del Artesanos de Tacna.

Sufre un error el señor comandante Sáenz Peña; el Tarapacá no alcanzó a coronar el cerro, ni su jefe mucho menos; porque el coronel don Ramón Zavala fue muerto junto con su famoso caballo rosado de suave y veloz paso aguilillo; el mismo en que subió cuando fue a recibir al parlamentario don J. de la C. Salvo; cayó en la parte baja del Morro, al subir un angosto senderito que caracoleando conduce de la base al Morro, y que iba a caer cerca de las casas o barracas donde las rabonas confeccionaban el rancho a la guarnición de las baterías del Morro mismo.

Artesanos de Tacna puede que hubieran algunos de los que se corrieron del Este y Morro Gordo; Granaderos de don Justo Arias si que estamos seguros no mandó uno solo el comandante Sáenz Peña, esa famosa mañana del 7 de junio.

Las tropas nuestras, victoriosas, superiores en número, en disciplina, moral militar, en todo, arrollaron las fuerzas del Iquique cual hoja batida por furioso vendaval; y el Iquique y su jefe que ya estaba herido, tuvieron que poner pies en polvoroso y retirarse a paso de carga, a todo correr, cerro abajo.

Ahí murieron el mayor don Isidoro Salazar y el capitán don Benigno Campo del Iquique.

La mejor prueba de que el Iquique llegó tarde y de que apenas sostuvo unos cuantos minutos el fuego, en que salió herido el comandante Sáenz Peña, es la de que en San Bernardo vivieron prisioneros 22 oficiales y jefes del Iquique incluso el mismo señor Sáenz Peña, sin que ninguno de ellos, excepción hecha de su jefe, hubieran sacado en el combate la más ligera herida ni rasguño.

La verdad es que el impetuoso y exterminador ataque de los nuestros no dio tiempo a la división Ugarte a tomar sus reductos, para fortuna de ellos; porque si tal cosa acontece, muchos ese día habrían pasado la gran revista "en la mansión de los héroes".

Ya veremos lo que ocurrió a don Roque Sáenz Peña, como fue tomado prisionero, quien lo salvó.

Hemos dejado al primer batallón que tome el Este y Cerro Gordo; y también hemos asistido al ataque del Iquique; dejemos en marcha los veteranos de don Luis Solo Zaldívar que van corriendo al enemigo reducto tras reducto; fuerte por fuerte; y busquemos a los hombres del 2º batallón por la playa de La Lisera, por los poderosos bastiones que cubren las faldas del Morro, que miran al occidente, para el mar.

Al frente, a paso de carga, oblicuando a la izquierda, bajo la vista de San Martín que sin recelo ve alejarse a la 4ª del 2º, con Silva Arriagada a la cabeza, extendida en guerrilla, parte la compañía de Cazadores.

En la penumbra de esa espléndida mañana, que una ligerísima bruma marina apenas empaña, se ve a retaguardia de la 4ª del 2º la marcial apostura del garboso capitán de la 1ª don Menandro José de Urrutia; alto el sable, los cornetas listos a su retaguardia, don Menandro que es un viejo y caballeroso soldado, toma el campo con sus fornidos granaderos y oblicuando también a la izquierda, rápidamente se pierde en la semi obscuridad vespertina.

Agiles los hombres de la 2ª y 3ª del 2º, que acaudillan respectivamente el capitán don P. Julio Quintavalla y el teniente don Gumercindo Soto, que ahí ganó los tres galones, modesto y caballeroso oficial que ya pagó su tributo a la vida, siguen las huellas que dejan en la pesada arena sus compañeros de vanguardia.

Las precauciones de aquella hueste, para no ser sentidos, son exactamente las mismas que los del primer batallón de la derecha. Medios encorvados; firme y apretado el comblain en la mano derecha, agarrado de la mitad, a la misma distancia de culata y trompetilla; la izquierda impidiendo la oscilación cadenciosa, como de péndulo, que tomaba aquella grande y guerrera bayoneta con la acompasado marcha militar, aquellos disciplinados y aguerridos soldados caminaban serenos y tranquilos como en doctrinal faena al asalto de los baluartes enemigos.

San Martín los ve partir y antes que la orden de desfilar se cumpla, ha delegado el mando del 2º batallón, en su capitán ayudante don Miguel Rivera, que al frente de la 1ª cerca de Urrutia, tiene su puesto de combate.

Todo el 4º de línea está ya en movimiento; San Martín con don Loredano Fuenzalida, a quien equivocadamente hemos dejado cerca del mayor Solo Zaldívar, error que rectificamos porque acompañó en verdad a su heroico amigo don Juan José, se carga a la derecha sobre El Este, que es su más poderoso enemigo.

El 2º batallón continuaba su diagonal, hacia la izquierda, para envolver al peruano, superarlo, asaltarlo y vencerlo.

El alba principiaba a recibir del oriente las primeras tonalidades de la luz; esa tenue claridad que es el anuncio del crepúsculo y que da a los objetos formas fantásticas, perfiles raros que no son ni sombra, ni nada.

La masa correcta del 2º batallón, tenía así algo de fantástico, de gigante.

De súbito resonó en aquellos solitarios yermos el ronco estampido del cañón del Este y junto con los primeros disparos de fusil de aquel reducto, el fuego coronó los parapetos del primer fuerte sur de La Lisera.

El enemigo había adivinado la presencia del 4º de línea y rompía magnífico y nutrido fuego; allá, al norte, El Ciudadela, contestaba el reto del 3º de línea y sus piezas vomitaban torrentes de metralla.

Los fuertes del Morro que montaban cañones con campo de tiro al oriente, lanzaban sus grandes y esféricos proyectiles, que rebalsando las líneas enemigas, iban a rebotar en las lomadas donde se acampaba el ejército el día antes.

La acción, la batalla está abierta; el asalto, la pelea cuerpo a cuerpo, la lucha gigante se viene encima.

Los cornetas de don Miguel Rivera, están listos; los de Silva Arriagada y Urrutia miran a sus capitanes; y las guerrillas del 2º del 4º, raliadas ya por la metralla, por los Peabody y Remignton, guardan sus distancias con severa y heroica impavidez.

El primer reducto está ahí, a la vista; es un volcán de fuego. A su retaguardia todos los demás fuertes de la costa se ven rojos de llamas. Es un espectáculo imponente, hermoso; tiene la majestad sublime de la muerte.

¡Fuego! dice con voz tranquila el ayudante Rivera, y el corneta lanza al aire aquel toque tan querido del soldado chileno.

¡Armen bayonetas! ¡A la carga muchachos! exclama con voz potente el capitán ayudante Rivera!

Y los hombres de aquel 4º, de aquel Arica, que hoy no existe, que ahí labró su gloria y su nombre inmortal, con la precisión disciplinaria de los viejos y aguerridos tercios de mi patria ejecutan las órdenes de su jefe.

Todos los cornetas y tambores, lanzan al espacio sus guerreros sones, que la brisa del mar lleva en sus alas, repercutiendo como ruda y feroz amenaza de muerte y de matanza hasta en los bastiones del lejano Morro.

Un chivateo inmenso, un ¡viva Chile! atronador, revuelto con gritos, imprecaciones y lamentos de los heridos; con adioses de los que caen para siempre, se deja sentir; y Silva Arriagada cae como un rayo con su 4º del 2º sobre el primer fuerte de La Lisera.

Los cazadores del 2º se unen con los de la primera de Urrutia; con los hombres de Quintavalla, con la 3ª de Soto.

Estas dos últimas compañías no caben, no tienen terreno al frente para su ataque, hacen flanco derecho y a escape caen sobre los flancos de las posiciones enemigas.

El sargento 1º don José Antonio Montt, seguido de los sargentos don Damián San Martín, don Remigio Arévalo, de don Gabriel Betancur, atraviesan los fosos, penetran a las trincheras y llevando tras sí a todos sus cazadores asaltan el fuerte.

Don Juan Urrea, teniente y bravo cazador, va con ellos y cuida y anima a sus hombres que son gatos monteses, ágiles y vivos cual demonios.

El bravo y decido subteniente don Miguel E. Aguirre Perry, que ha abandonado los claustros de la Escuela Médica, por un puesto de combate en el 4º de línea, es de la 4ª también; y en el asalto tiene alientos gigantescos de soldado, heredados sin duda, del Conquistador y compañero de Pedro de Valdivia, don Francisco Aguirre, de quien en línea recta desciende y cuya generosa y brava sangre española no desmiente.

Miguel Aguirre Perry, ovallino, y a quien estimamos de veras, salvó indemne en este primer asalto; pero más adelante, por desgracia, bala enemiga cortó la carrera de aquel esforzado mozo; cruel proyectil que perforó de frente su ancho pecho, en la parte superior, chocó en la espina dorsal, desquició la vértebra, y destrozó la médula espinal!

Lo hemos dicho, Aguirre Perry, era estudiante de medicina; sólo se tomó el pulso y cuando alguien se acercó a auxiliarlo, con tono tranquilo, casi alegre exclamó: "¡Me fregaron compañero!" La parálisis del corazón y falta de respiración producida por tan gravísima herida, apagaron más tarde la vida de aquel valiente mancebo.

Revuelto ya el 2º batallón, siguen sus hombres veloz carrera; y de una en una ocupan las cinco trincheras y se toman los cuatro fuertes.

La defensa enemiga ha sido tenaz, y sus repliegues han sido efectuados rápidamente; los restos de aquella guarnición se concentran en la gran plazoleta del Morro.

Han sido inútil las minas; pocas han reventado; ha faltado mano y corazón para efectuar el sacrificio; muchos alambres han sido también cortados.
El temple de acero que debió tener Bolognesi, para defender a Arica y para consumar su gloria y la de su patria no existió; ni tampoco se transmitió a sus subordinados.
El polvorín grande del Morro no estalló, como lo veremos pronto; por que no quiso Bolognesi primero, y porque en seguida La Torre, a gritos, suplicó impidieran esa explosión, que habría salvado su nombre y su fama.
Pero la victoria del 2º batallón, había sido caramente comprada; en los reductos, laderas, fosos, recintos y bastiones quedaban como eternos recuerdos de aquel ataque, don José Félix Astudillo sargento de la 4ª , Demetrio Ríos, cabo de la misma y los soldados Francisco Ruiz, Rufino Cáceres, Agustín Muñoz y Juan Mayorga.
El sargento 1º don Pedro Antonio San Martín de la 2ª del 2º, dormía también ya el sueño del eterno descanso; y caídos también en sacro montón, se veían a los cabos Bautista Araya y Benjamín Pinochet y a los soldados José Agustín Tapia, Juan José Escobar y tantos otros más, que en aquel día glorioso escribieron sus nombres en los libros de la fama.
Heridos contaba el 2º batallón, mucho más de lo que se puede imaginar el lector; y téngase presente que aún El Morro está en pie, se defiende, no ha caído.
Fuente: Molinare, Nicanor, Asalto y toma de Arica : 7 de junio de 1880, Impr. de "El Diario Ilustrado, Santiago de Chile, 1911, P. 87.

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