martes, 15 de junio de 2021

Te Deum celebrado en Valparaiso en honor a las victorias chilenas en Tacna y Arica

 
[Virgen del Carmen, Protectora del Ejercito Chileno]
 
En Valparaiso, entre otras muchas fiestas, se celebró un solemne Te Deum, al cual asistieron todas las corporaciones oficiales, presididas por el señor Intendente, en el que el célebre orador ságrado don Salvador Donoso pronunció el siguiente discurso: 
 
Cantemos domino: glorióse, enin 
magnificatus est, equum et ascensorene 
dejecit in mare. 
 
Cantemos al Señor, porque gloriosamente 
ha sido engrandecido: 
al caballo i al caballero derribó en el mar.
—Éxodo o. 15 v. 1.° 
 
Señores: Con acentos de inmenso i uniforme regocijo, entonemos una vez mas este hermoso cántico de un pueblo justamente entusiasmado el dia solemne de espléndida victoria. 
 
Sí, señores: cantemos al Dios de los Ejércitos el himno de nuestra profunda gratitud, i con los anjeles que anunciaron al Universo el nacimiento del Supremo Libertador de las naciones, esclamemos sinceramente conmovidos: ¡Gloria a Dios en lo mas alto de los cielos i gloria en la tierra a los héroes ilustres que han vertido su sangre jenerosa sobre el altar de la patria! 
 
¡Ah, señores! ¿i quién podría dudarlo? Jamás pueblo alguno ha tenido mas justos títulos que el pueblo chileno para admirar i bendecir a la Divina Providencia que ha velado con solícita mirada por la suerte feliz de sus armas. Dando espansion a nuestro santo júbilo, inspirado por el sublime amor a esta patria querida, repitamos una vez mas: ¡Bendito sea, mil i mil veces bendito el Dios de las misericordias! I ¿cómo no bendecirlo, señores, cuando desde el dia en que fuimos provocados a desigual e injusta guerra por las repúblicas aliadas del Perú i Bolivia, ser chileno es un timbre de honor, que la misma Divina Providencia se ha encargado de enaltecer con continuos e inmortales triunfos? 
 
Lo sabéis, señores, i lo sabe ya el mundo todo. Desde Antofagasta hasta el Callao, i desde Calama hasta Arica por los arenales candentes del desierto, i por sobre las olas embravecidas del mar, nuestros intrépidos soldados i nuestros denodados marinos han paseado siempre triunfante el glorioso tricolor chileno. ¡Ah! hermosa bandera de mi patria, cuan gallarda te ostentas cubriendo con tu sombra ese altar, donde se oculta con velo misterioso el Dios de nuestros padres que nos ha enseñado a amar tan de veras a nuestra patria! 
 
Con esa fé inquebrantable de una vida mejor i conquistada por noble i levantada abnegación, en tantos i tan desiguales combates, menores en número, luchando con el hambre, el cansancio i la sed, nuestros hombres de bronce ¡ah! ¡qué denuedo tan invencible! jamás dí una sola vez, cedieron la victoria al enemigo. 
 
Al contrario, la han llevado por todas partes en la punta de sus terribles bayonetas, i han escrito para siempre en las pajinas de nuestra hermosa historia, como lema en cierto modo infalible: «¡Chile no se rinde jamás!» Sí, señores, i no creáis que me ciega el resplandor de esa llama sagrada que arde en mi pecho de chileno i centellea en la pupila de mis ojos. Nó, los hechos hablan por mí. 
 
Prat, el grande, Serrano, Riquelme, Aldea i demás invictos tripulantes de nuestra gloriosa «Esmeralda» han escrito sobre las olas ensangrentadas del mar de Iquique, el 21 de mayo de 1879, a nombre de la marina de nuestro amado Chile, este epitafio sublime: «Vencer o morir.» 
 
Ramirez, Valdivieso, Urriola, Garreton, Cuevas, Garfias i demás héroes de la tremenda trajedia de Tarapacá, han escrito a su turno sobre las arenas calcinadas del desierto, el 27 de noviembre del mismo año, a nombre del ejército chileno, un epitafio semejante: «Muertos pero no vencidos». 
 
Por eso, señores, cuando oímos todavía el májico i no interrumpido acento de victoria en Calama, victoria en Iquique, victoria en Angamos, victoria en Pisagua, victoria en Agua Santa, victoria en Dolores, victoria en los Anjeles, victoria en Sama, i todavia victoria en Tacna i victoria en Arica i en todas partes, victoria a donde quiera que llegan nuestras naves i colocan sus plantas nuestros soldados, oyendo el nombre de otros héroes, que como los bizarros Santa Cruz, San Martín i demás bravos inmolados últimamente a centenares sobre ese altar repleto ya de víctimas ilustres, con la vista fija en los cielos i con el corazón ardiente de vivísimo amor por esos hermanos nuestras tan gloriosos como queridos, no podemos menos de esclamar con indecible gratitud: «Cantemus Domino». Cantemos, sí, cantemos al Señor, porque con sin igual magnificencia ha desplegado sobre el azul de nuestro puro cielo ei manto sagrado de su Divina protección: i porque con mano de bronce ha hundido en el polvo a nuestros soberbios enemigos i ha dejado flotando sobre las olas del mar a sus amedrentados navegantes. 
 
Oh! señores, que contraste tan rápido i tan doloroso para los que provocaron la contienda! ¡Justicia de Dios! recibe hoi el homenaje de nuestra admiración i de nuestro culto! 
 
¿Qué se ha hecho esa escuadra poderosa? ¿Dónde están sus naves formidables? ¡Ah! las unas sepultadas en lo profundo del océano i las otras en nuestro poder a las puertas del Callao que hoi cuenta i espera hora por hora el último momento de su rendición inevitable. 
 
I de nuevo, señores, permitidme una pregunta mas i perdonad: ¿dónde están esos numerosos i aguerridos batallones de la desgraciada alianza? ¡Ah! no los veis derrotados i dispersos? Después de sembrado el campo de cadáveres, se han deshecho al golpe irresistible de nuestras huestes como el soplo de la tempestad dispersa i deshace las hojas marchitas de los árboles. 
 
¡Ah! ¿I cómo no reconocer esta marcada protección del cielo? Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá detener el vuelo de ese cóndor audaz que simboliza el empuje de nuestra fuerza? Ha volado desde la cima de los Andes i no volverá a su nido de rocas i de nieve hasta que no haya despedazado el corazón del Sol que apenas alumbra entristecido el camino por donde huyen los que se llaman sus hijos. 
 
Pero nó; perdonad, Dios de paz i de amor, perdonad este arranque de humana vanidad. Al celebrar hoi los triunfos que nos habéis concedido con pródiga mano, no queremos la ruina de nuestros enemigos. Nó; sabemos que somos todos vuestros hijos i que ellos son nuestros hermanos de ayer, estraviados i obsecados hoi por una venda fatal que oculta a sus ojos la justicia de nuestra causa. 
 
¡Gran Dios! ¡Arbitro supremo de los humanos destinos! romped esa densa venda i haced que vean los resplandores de la paz, como el arcoiris de su única esperanza en la horrible tormenta que aun les amenaza. 
 
Antes que el hambre invada sus ciudades i la miseria cubra de duelo i de lágrimas sus hogares entristecidos por cien derrotas, que se sometan Supremo Juez de las naciones, que se sometan al fallo inexorable de vuestra divina justicia. Enviadles desde el cielo el ánjel de la reconciliacion para que les diga de nuestra parte, que si hemos sido leones en los campos de batalla, seremos sus hermanos a la sombra de la cruz, que nos enseña a olvidar perdonando con cristiana jenerosidad. 
 
¡Sea, buen Dios, sea la sangre vertida en Tacna i Arica, el último holocausto pagado a vuestra justicia para que termine presto esta larga i penosa contienda! Oid las plegarias de tantas almas inocentes que claman sin cesar por el dia feliz en que han de volver llenos de contento i de gloría al seno de su patria esos abnegados defensores de su honra, que han creido i esperando en vuestro poder, majistrados, sacerdotes i fieles que rodeáis este santuario. 
 
I entre tanto, entonemos un solemne Te Deum de gracias i alabanzas al Altísimo para que en su infinita misericordia se digne grabar con letras de oro sobre la frente de Chile, yestida hoi de goce i ceñida de laureles, esta palabra de su premo contento: « Victoria i siempre Victoria.»
 
Fuente: Boletín de la Guerra del Pacifico 1879-1881, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1979, P. 677.
 

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