miércoles, 16 de junio de 2021

"Asalto y Toma de Arica" por Arturo Benavides Santos, subteniente del Batallón Lautaro

 
[Fotografia de Arturo Benavides Santos]
 
Al día siguiente se trasladó mi regimiento desde las trincheras tomadas al enemigo, donde pernoctamos la noche de la batalla, a Tacna, y algunos días después a Pocollay, aldea situada a seis u ocho kilómetros de Tacna, sobre el camino a Bolivia.
 
Permanecimos en Pocollay muy pocos días, y volvimos después a Tacna, dirigiéndonos directamente a la estación del ferrocarril, donde se nos tenia preparado rancho; e inmediatamente después de consumirlo tomamos varios trenes, que nos condujeron a las inmediaciones de Arica.
 
Para tomarse este puerto fortificado y guarnecido por una división como de tres mil hombres, se había designado a la nuestra, que en Tacna quedó de reserva, compuesta de los regimientos Buin, 3.° y 4.° de línea, a la que se agregó el Lautaro y el Batallón Bulnes. 
 
En el puente Chacalluta, distante 10 kilómetros aproximados al norte de Arica, descendimos del tren. En este punto acampaba la división. 
 
Cuando el regimiento llegó a ese campamento, estaban ya en él instalados los regimientos Buin, 3.° y 4.°, una parte de Cazadores y de Carabineros, de caballería, y algunas baterías de artillería.
 
El mando de la división se había confiado al coronel don Pedro Lagos.
 
Se acampaba al aire libre, teniendo carpas de lona sólo algunos jefes.
 
El campamento quedaba cerca del mar y no había ni siquiera un pobre caserío. 
 
El puente de Chacalluta, lleva este nombre del estero o río que atraviesa, que entonces estaba absolutamente seco. 
 
Cerca del campamento y distante como 800 metros de la orilla del mar, había un casco de buque muy deteriorado, arrojado allí hacía muchos años, por un terremoto. 
 
Voy a procurar describir la región sólo por mis recuerdos, y sin saber si ha sufrido modificación. 
 
La linea férrea que venia de Tacna bordeaba el mar desde unos diez kilómetros antes de llegar a Arica. A la izquierda de la vía férrea habían pequeños cerros de arena, que no creo distaran mil metros de la orilla del mar. 
 
Avanzando desde Chacalluta en dirección a Arica y como a dos o tres kilómetros antes de este puerto, se llegaba a terreno fértil hasta muy cerca de la playa. Era el valle Azapa. 
 
La defensa de la plaza consistia en dos fuertes denominados Santa Rosa y San José, que cerraban, por el norte, el camino a Arica; más al poniente tenian el 2 de Mayo; en los cerros que rodean la ciudad por el poniente, el Ciudadela, y otros de menor importancia; y por el sur, el famoso Morro, cerca del cual está la ciudad; que es un imponente cerro de piedra, como de 150 metros de altura, cortado casi a pique por el lado del mar, que se estrella rugiente contra él, levantando enormes columnas de blanca espuma.
 
Parece verificarse un duelo que dura siglos entre la fuerza inerte del Morro, que dice “de aquí no pasarás”, y la potente fuerza del mar, que replica “te derribaré”.
 
Por la contestación que el coronel Bolognessi, jefe de la plaza, dió a nuestro parlamentario que fué a exigirle su rendición: “Quemaré hasta el último cartucho”, se creía que la batalla iba a ser muy reñida.
 
La víspera del 7 de Junio avanzamos sobre los fuertes Santa Rosa y San José hasta ponernos a tiro de rifle, y volvimos al campamento sin empeñar combate. Al mismo tiempo los buques de nuestra escuadra bombardearon la plaza. 
 
Parece que el movimiento fué con el objeto de llamar la atención del enemigo hacia ese lado, o un reconocimiento. 
 
Ese día, o el anterior, el Buin, 3.° y 4.° movieron su campamento hacia el poniente. 
 
La tarde del 6 se dió orden de forrar las vainas de las bayonetas y las caramañolas; y después del rancho nos recogimos como de costumbre a descansar. 
 
Dormiamos profundamente cuando se ordena despertar a la tropa a la voz, unos a otros, sin tocar cornetas y recomendando silencio. 
 
Se forman las compañías y se pasa lista en voz baja.
 
Los capitanes vuelven de dar cuenta y ordenan silencio absoluto y pena de la vida al que encendiera fósforos. 
 
A la voz, no a corneta como era costumbre, se ordena marcha.
 
Los fuegos del rancho quedaban encendidos y se dejó en el campamento la banda de músicos. 
 
De los otros regimientos que formaban la división nada sabíamos. 
 
Unos decían que se iba a intentar tomar la plaza, otros que sólo era un simulacro, pero esto dicho muy bajo y sólo a los vecinos.
 
Después de algunas cuadras de avance se ordena desplegar las compañías en guerrillas, de cerro a mar, correspondiéndole al primer batallón al lado del mar y al segundo el de tierra. 
 
A mí me correspondió de guiá izquierdo, es decir el punto más avanzado hacia tierra. La extrema derecha de las guerrillas pisaban en la playa la arena mojada por las olas. 
 
La obscuridad era absoluta. 
 
La marcha por la arena muy pesada. 
 
Mi comandante Robles, llevando de la brida su caballo, marchaba cerca de mí. Hubo un momento que caminábamos casi al lado uno de otro. 
 
‘‘Tienes hambre?”, me dijo de improviso. No, mi comandante, le respondí, sorprendido porque me tuteaba y por la pregunta. 
 
Guardó silencio y después de un momento me dice: “Tienes frio?” No, volví a decirle. “Te lo pregunto, me dijo, porque me han recomendado mucho que te cuide”. “Tu tia, (se refería a mi tía doña Tránsito Santos de Vergara, de la cual y de su esposo era viejo amigo), me escribió hace pocos días, volviendo a repetirme lo que cien veces me ha dicho de palabra y por escrito, que te cuide”. ‘‘Se imaginará, agregó, que puedo tenerte como las tías chochas tienen a sus sobrinos regalones; y si sufres hambre o frío no sería raro que me culpara a mí”...
 
Yo le estoy muy agradecido, mi comandante, le repliqué, por sus atenciones y cuidados, y por mí lo sabe también mi tía.
 
‘‘Cuando le escribas, refiérele la conversación que hemos tenido momentos antes del combate de Arica”, me dijo, y guardó silencio. 
 
La marcha se hacía más pesada momento a momento...
 
El comandante Robles, siempre cerca de mí, trataba de percibir la distancia que nos faltaba que recorrer, y en silencio marchamos varias cuadras más. 
 
De pronto, me dijo: “¿Tienes miedo? La batalla creo que va a ser reñida”. Le prometo, mi comandante, le respondí, que aunque lo tuviera me dominaría, para que nadie pueda decir que me he portado mal. “Bien, me agrada oirte, eres valiente”...
 
Marchamos otro trecho en silencio...
 
La aurora comenzaba a despuntar...
 
Los dos fuertes que debíamos atacar se divisaban al frente imponentes por su tamaño. 
 
Las guerrillas del Lautaro se extendian de cerro a cerro en perfecto despliegue, y en cuatro escalones, distantes unos de otros de 60 a 100 metros.
 
Primero uno, y después otro, dos ayudantes del cuerpo vinieron a pedirle órdenes, o a comunicarle algo al comandante.
 
“Que se acelere la marcha lo más posible, pero sin perder la formación y procurando no ser vistos y estar alertas para el asalto”, oí que decía a uno de los ayudantes. 
 
Nos acercamos como hasta 200 metros de los fuertes, en profundo silencio... 
 
El primer escalón, eran cuatro y yo iba en el segundo, ya debía estar a la distancia ordenada para emprender el asalto. Los demás a retaguardia y el mío, acelerábamos la marcha; y se nos decía por los oficiales que de un momento a otro recibiríamos la orden de asaltar los fuertes por sorpresa...
 
La claridad del alba ya permitía ver a regular distancia y divisamos fogonazos de rifles en el Morro...
 
Se ordena acelerar aún más la marcha y comenzamos a trotar... 
 
Un estampido horrible, como de mil cañones de grueso calibre disparados al unísono, seguido segundos después por otro tan fuerte como el primero; y un movimiento de tierra, a manera de fortísimo terremoto, nos deja como sordos y derriba por tierra a todo el regimiento. Al mismo tiempo vimos como unos altos cerros al frente de nosotros. 
 
Mi comandante Robles cayó como todos y su caballo salió disparado. Me levanté rápido y lo ayudó a levantarse. 
 
Los dos fuertes habían hecho explosión por una enorme carga de dinamita colocada con ese objeto...
 
Pero los encargados de ejecutar la operación cumplieron mal la orden que tenían, de abandonar esos fuertes sólo momentos antes de ser asaltados; y de hacerlos estallar cuando ya estuviéramos en ellos, a fin de terminar con todos los asaltantes de una vez...
 
La precipitación para huir hizo que erraran el golpe por uno o dos minutos.
 
No fué que se retrasara el Lautaro, nó, fueron ellos los que se adelantaron impulsados por el miedo...
 
Repuestos de la sorpresa tras cortos minutos, continuamos la marcha en dirección a Arica.
 
Los enormes hoyos que quedaron donde habián estado los fuertes que debíamos tomar y que, indudablemente, habríamos tomado, nos obstruían el camino y hubo que flanquearlos
 
Pudimos comprender entonces la muerte que habriamos tenido si tardan segundos más en hacerlos estallar. Rieles retorcidos como viruta y cañones trozados como si fueran de cartón, estaban diseminados; y el hoyo que quedó era de diámetro y profundidad colosal.
 
A partir de ese momento, el avance hacia Arica se prosiguió con mucha cautela, pues todo el campo estaba sembrado de bombas que estallaban al pisarlas.
 
La indignación que en la tropa producían los métodos que empleaban los peruanos, tan contrarios al modo de ser chileno, que ataca de frente y a cara descubierta, era muy grande. 
 
Mientras tanto, el fragor del combate en los otros fuertes llegaba hasta nosotros, y apresurábamos la marcha lo más que podíamos a fin de tomar parte más activa en el asalto a la plaza.
 
No lo conseguimos...
 
A poco divisábamos la bandera chilena flameando en el Morro.
 
La plaza estaba tomada.
 
El Manco Capac, buque de acero considerado como una potente fortaleza flotante, que estaba cerca de la playa por donde el Lautaro marchaba, nos hizo varios disparos, y cuando vió que la bandera chilena flameaba en el Morro, sus tripulantes le abrieron las válvulas, se embarcaron en los botes, y se alejaron de él a presenciar sin riesgo alguno, cómo se hundía en el océano. 
 
La baladronada del comandante del Manco Capac de disparar con las enormes balas redondas de su artillería, a un regimiento desplegado en guerrillas que debía suponer no podría hacernos daño, es comentada irónicamente por el comandante Robles en el parte que pasó sobre la actuación del regimiento de su mando en la forma siguiente: 
 
“El Manco nos hizo cuatro disparos con su más gruesa artillería, como lo hubiera ejecutado para echar a pique a un formidable blindado, pero no rompió una astilla siquiera del blindaje del Lautaro”. 
 
Momentos después nos abrazábamos en las calles de Arica con los del 4.°, que habían tomado el Morro, con los del 3.°, que tomaron el Ciudadela y otros; y con los del Buin y Bulnes, que habían servido de reserva al 3.° y 4.°
 
Los dos muertos y seis heridos que mi regimiento tuvo en la acción, lo fueron por efecto de los fierros lanzados por la explosión de los fuertes, y por las bombas diseminadas en el campo por donde marchamos.
 
Tal fué lo que yo ví y como actué en el “Asalto y Toma de Arica”, cuyo episodio principal lo constituye el asalto al Morro, efectuado por el 4.° de línea.
 
Los peruanos han propalado la especie de que fusilamos a los prisioneros. No es verdad.
 
La tropa estaba indignada por las bombas de que habían sembrado el campo, máxime cuando se supo que los fuertes estallados lo habían sido desde la ambulancia peruana; lo que significaba procurar aniquilarnos sin correr riesgo; y habrían concluído con todos si los jefes y oficiales no lo impiden; pero lo impidieron; y prueba lo que asevero los 118 oficiales prisioneros y como 600 de tropa.
 
En la tarde de ese día, al pasar por frente a una casa, dos oficiales de mi cuerpo que estaban sentados a la puerta me llaman e invitan a pasar en ella la noche, acompañándolos.
 
Dentro de la casa habían doce a quince oficiales peruanos prisioneros, y varios oficiales hacían en ella guardia para custodiarlos alternándose para hacer de centinelas, y cuando algunos soldados querían entrar, los oficiales lo impedían, dlciéndoles que en esa casa ellos alojaban. Y durante la tarde y noche varias veces me mandaron a tranquilizar a los oficiales prisioneros.

Fuente: Benavides Santos, Arturo, Seis Años de Vacaciones: recuerdos de la Guerra del Pacífico, 1879-84, Imp. Universo.—Ahumada 32, Santiago de Chile, 1929, P. 86.

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