viernes, 1 de mayo de 2020

La Derrota de Calama - Relato de Daniel Riquelme.

 
[Retrato de Emilio Sotomayor]

La división del coronel Sotomayor acababa de internarse en el desierto en demanda de las fuerzas bolivianas que se habian atrincherado en aquel paraje.

La nube de rojizo polvo que cubrió su retaguardia, bien hubiera parecido siniestro telón que se alzaba entre ella i el resto de la comunidad civilizada, al verla hundirse en esos páramos africanos, en los que la arena tiene tempestades como el mar i la soledad traiciones como la jente, si la loca alegría que en la colonia chilena de Antofagasta despertaba ese suceso, casi milagroso para ella, dejara en los corazones sitio a sentimientos de otra especie.

Hoi se dicen muchas cosas de aquella espedicion; aun no faltan quienes la apelliden la primera salida que de su tierra hizo el hidalgo Don Quijote.

Afortunadamente, tales apreciaciones, tanto mas fáciles cuanto mas retrospectivas, están todas al márjen de mi tarea de simple i quiteño pintor de retablos callejeros, por manera que si de ellas hago memoria es como de un sujeto a quien se topa en el camino i nada mas.

I lo cierto i callejero es que el pueblo hebreo saludará, sin duda, al Mesías que espera, como aquellos nobles precursores de la reivindicación de Antofagasta, aclamaron la bandera patria, desplegada al viento del desierto en son de rebautizar de chileno el suelo que para ellos nunca dejó de ser suelo de Chile.

Pero la columna espedicionaria no iba todavía a medio camino i ya la impaciencia queria tener noticias de sus resultados, alimentándose, en defecto, de invenciones por no devorarse así misma.

Los rumores eran, pues, almuerzo, merienda i cena.—I como la Comandancia de Armas pasaba en un continuo desmentir tantos antojos, la jente, contrariada, comenzó a desconfiar de ella cual si tuviera algo tapado.

¿Cómo era posible que nada supiera cuando en el pueblo se salía esto i lo otro?

¿Habría ocurrido alguna desgracia?

I de rato en rato, lentamente, a partir de ese momento, fué soplando ese estraño viento de angustia, indefinible no sé qué de las multitudes, que solo puede compararse a lo que las viejas llaman desasosiego en la fiebre.

Eran, en verdad, los primeros grados de la fiebre que iba a producirse en breve.

Ya fuera por la cuenta conocida de las jornadas, o por ese sonambulismo popular que en la espectativa de los grandes acontecimientos llega a la cuasi-vision de sucesos lejanos, ello es que en un buen dia estalló la noticia de que el esperado combate se peleaba en esos instantes en el lugarejo de Calama.

Desgraciadamente, nadie tenia pormenores.

Se acudió a la Comandancia, como era natural; pero esta oficina juró o perjuró una vez mas que nada sabia.

Esto era ridículo.

—¡Escusas para niños solamente!

¡Algo ocultaba!

I si ocultaba... ¡era claro!—Soló se ocultan las malas noticias.

I no hai mas trajines i emociones, comentarios i caras largas en torno del lecho de la joven primeriza, cuyo esperado i feliz alumbramiento se complica inopidamente, que en la ciudad de Antofagasta a la espera de cualquier noticia que diera a luz la Comandancia.

Pero ésta nada dijo i la impaciencia se quedó por el momento a oscuras como si en todo eso anduviera la mano invisible i traviesa que en los nocturnos apuros estravia, al parecer, los fósforos para mayor tribulación.

I llegó la noche, pesado manto de todos los dolores, i con tales impresiones hubo de acostarse el vecindario; pero desvelado por ellas mismas, levantóse a la mañana delirando i era el tema, no ya el combate liso i llano, sino también el fracaso de los nuestros.

La calentura del insomnio habia derrotado a Sotomayor i a los suyos.

Con el dia, la tormenta fué arreciando.

Los vecinos se agrupaban en la plaza i en las calles, formando ajitados remolinos.

Quién sabia que Sotomayor quedaba prisionero; quién que mal herido, i éste rebatía a aquél, i el otro al de mas allá; pero, eso si, todos estaban firmes sobre la piedra de que el gobierno ocultaba «como siempre»—¡i era el comienzo!—la triste verdad de lo ocurrido.

En esto se oyó por el lado de la plaza un ruidoso alboroto, que absorvió todos los corrillos.

Una inmensa poblada escoltaba casi en hombros a un soldado de Cazadores.

I, entre bochornos i jadeos, contábase que acababa de llegar de Calama, escapando milagrosamente de la matanza, aunque herido i azás maltrecho por la persecución i la fuga.

La catástrofe quedaba, por lo tanto, confirmada, i esta nueva, aun cuando «ya la presumían todos», resonó en la ciudad como la nota llorosa de un lamento que fué quebrándose en cada casa en ramas que a su vez se requebraban, en cada patio i en cada pieza.

Uno de los afiebrados vecinos acababa de descubrir, cerca del muelle, a ese soldado del glorioso Rejimiento.

Traia el Cazador la cabeza atada i andaba trabajosamente.

Encandilado el vecino con el tema de la derrota, parecióle que aquél venia precisamente de Calama.

¿I qué otra cosa?

El sabia que en Antofagasta no habian quedado Cazadores.

Ademas, éste estaba herido i anclaba triste i acortado, como huyendo la vista de la jente. ¡Pobre! Talvez imajinaba seria tratado como mensajero de tamaña desgracia; pero ¿qué culpa tenia él, un infeliz soldado?

Todo esto i acaso la matanza entera vio como en una lámina el espíritu del vecino en el tiempo que tardó entre descubrir al soldado i llegara la carrera a donde estaba.

—¡Miren en qué estado viene!—gritaba el buen señor. ¿I cómo ha sido, amigo? ¿Cuántos muertos?

I antes de que el roto volviera de este asalto de preguntas, ya el vecino habia puesto en sus manos un puñado de pesetas,—única cosa que el espantado Cazador pareció entender apunto fijo; pues sin mirarles la cara las sepultó en el bolsillo.

I las voces atrajeron jente que en torno se fué agrupando en ondas sucesivas, pero no tan plácidas i calladas, ciertamente, como las del agua cuyo cristal rompe una piedra.

Verdad que sobre Antofagasta habia caído un peñasco, nada menos.

En el trayecto procesional del muelle a la plaza i atando cabos, el roto habia podido cojer, al fin, el hilo de aquel laberinto que tanto lo aturdiera al principio.

Sabia ya de qué pié rengaba aquella jente i entre corrido i risueño por la benevolencia de que era objeto, pero sobre todo bellaco, miraba en silencio a la multitud, eficazmente protejido hasta ahí por las preguntas que atropellaban a las respuestas.

—¿Cómo fué?—interrogaba uno.

—¡Qué cuente!


—¡Eso es, que cuente!—anadia otro.

—¡Pero, déjenlo que hable!

—¡Silencio!—gritaba entonces un coro.

—Pero ¿i fulano?

—I zutano ¿cierto que murió?

I una voz de mujer, aguda i lastimera como un ahullido, agregaba un compás desgarradora la sinfonía masculina, diciendo con las entrañas:

—¡Mi hijo!

—¡Cómo habia de ser!—articulaba el roto a tropezones: al aclarar comenzaron los tiros por uno i otro lado; las balas hervían en la arena i los nuestros sin cejar un punto, cayendo como moscas.

—Pero ¿i Sotomayor qué hacia?—gritaban voces exasperadas, cuyos dueños ya buscaban una víctima en quien desahogar sus iras.

—¿Mi Coronel?—respondía el roto, enderezando la proa a la pregunta que le abria un vado favorable.—¡Buena cosa de hombre bravo ! Llegaba a escupir el rifle, disparando con nosotros, i esto enfurecía a los niños.

Ojos menos preocupados habrían visto tan claro como al través del agua limpia, que el guerrero trovador por algo escupía, tragaba i hacia mil nudos a la hebra de su relato; pero todo esto, si alguien lo advirtió, debió atribuirlo a la marejada de preguntas que le aturdía i mas que todo a los recientes padecimientos del soldado.

Entonces se oía:

—¡Qué descanse!

—¡Déjenlo!

—¡Vean que no puede mas!

—¡I está herido! 

I al creciente compás de estas lamentaciones, los bolsillos de la muchedumbre se vaciaban en manos del afortunado Moisés de las arenas del desierto i de las escopetas bolivianas.

A todo esto, como debe presumirse — la noticia del Cazador derrotado habia ido i vuelto a la Comandancia de Armas.

Peleábase en ella reñidísima batalla entre los oficiales i los grupos de paisanos que se sucedían de unos a otros.

—¡Digo a Ud., señor, que no ha llegado parte alguno!—gritaban aquéllos.

—¡Porque se oculta al pueblo la verdad! —vociferaban éstos.

—Pero ahí está el Cazador que ha llegado i visto!... articulaban otros.

—I está herido...

—I cuenta que los muertos son doscientos...

—¡Pero, señores, si no puede ser!—

—¡ Ah! Eso es lo que se dice siempre.

Hubo que darse a la razón, la del número por lo menos, i se envió a la plaza a uno de los oficiales con orden de conducir, muerto o vivo, al cazador del cuento.

Vestía el oficial un sobretodo de brin i uno de aquellos famosos sombreros a los cuales les cayó de la cubierta del Huáscar el nombre de «cucalones»,—prendas las dos que no indicaban seguramente el carácter militar del comisionado.

Con algún trabajo pudo éste abrirse paso al través de la apiñada muchedumbre que ardia al doble fuego del patriotismo i de un fuerte sol de verano.

—¿Tú vienes de Calama?—preguntó secamente el oficial al soldado.

—¡Cómo nó, pues!

—¿I cuándo i cómo fué el combate?

—Cómo lo tengo dicho: principió el tiroteo i los niños...

—¿I dices que los muertos son...

—Sus doscientos mas que menos.

—Pero ¿cómo doscientos?

—¡Las cosas suyas!—dijo el roto, tratando ya con lástima al nuevo preguntón.— Si no han muerto mas es porque Dios no ha querido, desde que los cuícos asomaron por los boquetes de una tapia una ametralladora i a cada vuelta del molinillo quedaba la tendalada...

Al oír ametralladora el oficial supo de sobra con quién se las había; pero como el pueblo cotejaba con fieras miradas a uno i a otro, i era fuerza salir cuanto antes de ese atolladero, aquél se limitó a decir al subalterno en tono inequívoco de mando:

—¡Venga Ud. a la Comandancia!

El roto pareció vacilar; pero todos lo alentaron con jestos i palabras, gozando de antemano el desquite de darle un golpe a la maldecida oficina.

A la puerta del edificio, el soldado que empezaba a ver una nube en el claro cielo de su dicha,—preguntó por lo bajo al centinela, apelando a la masonería del compañerismo:

—Dígame, amigo, ¿quién es este caballero?

—Mi mayor Doublé—respondió el otro del mismo modo.

¡La erramos!—debió pensar el Cazador; pues visiblemente perdió sus brios al entrar a la sala.

Luego volvió el Mayor Doublé, vistiendo un dormán que ostentaba los galones de su grado, i dio principio a este solemne diálogo:

—Dices tú que vienes de Calama, que la división ha sido derrotada i que los muertos pasan..

—Si le he de decir verdad, mi Comandante,yo no me he movido de Antofagasta.

—¡Cómo!—gritó el mayor, irguiéndose a toda la altura de su puesto i de su talla.

—Ud. lo ha de ver, pues, mi Comandante, agregó el roto en actitud de choco castigado: yo venia saliendo del hospital donde quedé por enfermo; apenas podia dar tranco cuando de repente se me vino un caballero, gritando: Toma, hijo! i me pasó unas monedas i de ahí siguió diciéndoles a los que se acercaban a las voces: —Este Cazador viene de Calama, miren en qué estado llega! i todos se pusieron a darme dinero i como se les metió el que yo habia estado en el combate, díles gusto, refiriendo lo que ellos mismos me preguntaban i decían, porque yo ignoraba que los niños hubieran sido derrotados.

—¡Pero es el caso que también me has mentido a mí!

—Es que no conocí a su señoría; dispensando el modo de hablar, se me figuró que era futre como los demás.

Puede presumirse el efecto que causó en el pueblo esta salida del Cazador, luego que fué conocida, para lo cual sobró un minuto.

Los ánimos, cansados de aquel máximun de tensión patriótica que duraba ya tantas horas, se plegaron corridos pero aliviados, i cada vecino buscó su casa.

En cuanto al roto, no hai para qué decir si se hizo humo por una puerta excusada, a favor de los de la guardia, sospechando todos el triste fin que suele caber a los héroes por fuerza.

I aquí terminaría el cuento de la que por un dia fué la derrota de Calama, si los mismos hechos no hubieran querido darle mas digno remate.

La llegada del parte oficial del Coronel Sotomayor, otros acontecimientos i lo que mas se debe creer, el interés de todos por olvidar la aventura de la cual ninguno escapaba como actor,—hicieron que a poco andar apenas quedara en el pueblo memoria de ella.

Pero quiso la casualidad, que también tiene sus malicias i travesuras,—que por esos dias saliera el mismo mayor Doublé en comisión del servicio hacia un pueblo del interior.

A mitad de la jornada, detúvose la comitiva a la puerta de un ranchón que ofrecía algún reparo al sol i cansancio de la fatigosa marcha, pero no así, al parecer, al hambre i sed de los viandantes.

Mas acabó de confirmarlos en sus tristes sospechas la presencia de un soldado que salió a recibirlos en calidad de jefe del piquete destacado en ese punto.

Juzgaron que allí donde se paraba un soldado no habia de haber ni agua para la señal de la cruz.

Pero, en fin, quedaban siquiera bajo de sombra.

Luego sacó cada uno recado de fumar i liaban sus cigarrillos con el primor del que guisa su única vianda, cuando de pronto alzaron todos la cabeza, poniendo oido al viento que venia del interior.—¡Ruido de platos!—cantó uno.

No cabían dudas; oíase claramente ese rumor sonoro i alegre, inconfundible con ninguna melodía para el viajero hambriento i molido.

Al cabo de rato, que les pareció siglo de espera, se presentó el soldado, llevando sobre una tabla algunos comestibles i mucha cerveza, todo ello con la complacencia que distingue al roto que hace a sus jefes los honores de la casa.

Al retirarse, quiso el mayor Doublé pagar tan espléndida hospitalidad, manifestando a la vez con militar franqueza el asombro que le causaban los haberes de que gozaba un soldado, sobre todo en medio de aquellos yermos.

Escusó éste la paga i respondió con malicia:

—Es que ya no me conoce, mi Mayor.

—A la verdad, hombre, no sé quién eres; pero creo haberte visto...

—Yo soi, pues, señor, el Cazador de Calama, i esta cerveza es de los futres de Antofagasta, concluyó el roto, riéndose con los ojos.

Las erogaciones del vecindario de Antofagasta habian dado para todo eso i de sobra; pero la derrota de Calama no debe buscarse en la historia, sino en los recuerdos de aquel Cazador i de los muchos que se chasquearon con él.

Fuente: Riquelme, Daniel, Bajo la tienda: recuerdos de la campaña al Perú i Bolivia: 1879-1884, Imprenta de «La Libertad Electoral» - 41, Bandera, 41, 1885, P. 7.

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