domingo, 12 de abril de 2020

El Cabo Rojas

[Dibujo de soldado chileno]
El Capitán X.—mui conocido en el Ejército por su nombre verdadero—tenia por asistente a un soldado que era una maravilla de roto i de asistente.

—¡Cabo Rojas!—gritaba el Capitán.

I Rojas, que no era cabo sino en promesas i refrán, aparecía como lanzado por un resorte de teatro, la diestra en el filo de la vicera i en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera: vaya Ud. i busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes i esta noche... pero nada tiene Ud. que saber, i largo de aquí a lo dicho.

I si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el Capitán.


I el Capitán no salia de estas fórmulas i tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a Don Quijote cuando en apesadumbrado tono decia a su escudero Panza:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha enjendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podia tardar un año en volver; pero en volviendo era de fijo con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados i respetuosos envoltorios.

Cuando habia personas delante, Rojas hacia paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro i a la mano del Capitán, sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos i la cara de aquél.

En las noches en que el Capitán no salia i se acostaba temprano para yantar sueños i desechar penas, no se requerían mas discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabia.

Aquello indicaba por lo claro que no habia ni medio i, en consecuencia, que el despertar seria con viento i marea para veinticuatro horas a lo menos.

Segurísimo el Capitán X. de abonar esos miserables picos, no a la primera paga,—porque en campaña no pagaban,—sino al primer as en puerta con su sota a la vuelta, que solian darse, o treta parecida,—no se preocupaba de averiguar de dónde provenia aquel hilo inagotable de socorros milagrosos, tanto menos cuanto que ni él era hombre de ahogarse en poco ni el semblante de Rojas acusaba remordimientos, o pesares.

Mui verdad que la cara de Rojas no tenia mas que una decoración de risa i complacencia para todas las representaciones, ora fueran simples comedias, ora dramas de corvo i capa.

Pero algo comenzaría a barruntar el Capitán por sospechas propias o hablillas ajenas, que nunca faltan; porque una mañana, a horas desusadas i sin haber para qué, desenvainó el espadón i jugando planazos al aire, llamó al asistente:

—¿Dónde está mi caballo mulato?—le preguntó.

—Está en el potrero, mi Capitán,—respondió Rojas sin pestañar.

—¡Vaya a traerlo sobre la marcha!

Rojas corrió al Estado Mayor en busca de uno de los compadres de su jefe, al cual refirió con mui comedidas palabras i prolijos detalles que la noche antes habíanle robado, en cuanto se quedó traspuesto, uno de los caballos de su Capitán; pero que no fuera ni por Dios a decirle nada; que un peruano que andaba comprando animales del Ejército, lo tenia escondido i que bastaba, por lo tanto, una orden cualquiera para que lo entregara sin chistar, porque compraba a la mala i era cuatrero de oficio.

El hecho parece ser que aquellos negociantes, i no eran pocos, que buscaban caballos a poco precio i que en mas de una ocasión se alabaron de haber corrompido la ponderada fidelidad de los asistentes, pagaron varias veces el valor del mulato sin disfrutar de sus servicios en ninguna...

Comiendo otro dia en casa de unas amigas, el Capitán X. se impuso con no pequeña sorpresa de que su asistente suministraba allí la carne a un precio que tenia agradecida a toda la familia.

Llegaron a pensar que el Capitán pagaba galantemente la diferencia, lo cual era grande i discretísimo favor en aquellos tiempos de pobreza social.

Poco mas o menos, igual cosa ocurría entre las otras amistades del Capitán; pues parece que donde éste visitaba, Rojas se conseguia la clientela de las criadas.

No tuvo el Capitán para qué interpelar a su asistente acerca de tales magnificencias; porque luego se hizo público que algunos vecinos de Tacna se habian quejado al Cuartel jeneral de que una banda de soldados tenia el negocio de robar burros para vender su carne en la población.

Al decir de los denunciantes, ya no se oía un rebuzno en muchas leguas a la redonda del pueblo.

El Capitán, como es de presumirlo, sintió vivamente aquella jugarreta de su asistente. No tanto importaba que él mismo hubiera comido carne de borrico; porque en guerras llegan casos peores; pero que también Ella, con su boquita tan mona!...

El Capitán requería de amores a una hermosa viuda que era el dueño de casa en la que Rojas habia tenido la provisión de carne.

A fin de borrar los recuerdos de este incidente, si es que algo habian columbrado, el Capitán envió a la familia el obsequio de un servicio de té; pero casi a continuacion de su presente fué despedido con cajas destempladas.

La viuda sabia el por qué Rojas pareció altamente .disgustado de un proceder que calificaba de ordinario, toda vez que, a su juicio, debían haber comenzado por devolver el regalo, i durante dos dias anduvo como pesaroso de algo que hubiera dejado atrás.

En la noche del segundo, el Capitán despertó al ruido que hacia uno que trajinaba sin zapatos, pero haciendo sonar tiestos de loza.

—¿Quién va?—gritó desde su lecho.

—Soi yo, mi Capitán... Rojas...

—¿I qué lleva Ud. ahí?

Rojas vacilaba en contestar; pero al fin dijo:

—Es el servicio que habia quedado en casa de esa madama.

—¿I has ido a robarlo?

—Peor seria que ella... i como puede servir para otro caso!...

Después de tres años de campaña, el Capitán obtuvo licencia para venir a Santiago i Rojas, naturalmente, se vino con él.

Todas las cartas de la familia pedían conocer a tal portento de fidelidad i cariño, no menos que de alegres mañas.

Durante el viaje, un niño rodó del buque al mar i Rojas lo arrebató a las olas, lanzándose por la popa, en medio de la estupefacción de los pasajeros i tripulantes.

Instalado, por fin, en Santiago, durante un mes fué el ídolo de la casa i también de todo el vecindario.

Para la familia era él, después de Dios, quien habia salvado, atendido i velado a su deudo.

I lo hartaban de comida i licores por lo que hubiera ayunado en la guerra.

Rojas, por su parte, sobrepujába a todas las esperanzas.

El barría, servia a la mesa, cocinaba viandas a la peruana al par que referia batallas o cantaba tonadas de las «cholas».

La servidumbre de la casa parecía contajiada con la actividad i eterno buen humor del héroe.

Con frecuencia se oian por aquí i por allá, en todas partes, risas contenidas.

—¡Algún cuento de Rojas!—decían bondadosamente las señoras.

Pero, toda gloria pasa mas pronto de lo que pensamos.

La de Rojas, en su paraíso santiaguino, tan solo duró un mes i algunos dias.

Una mañana, la señora madre del Capitán, díjole a éste:

—Mui bien harías, hijo mió, en mandar a tu Rojas al norte...

—¿Por qué, mamá?

—Porque para entre hombres estará mui bien; pero aquí...

—¿Qué es lo que hace aquí?

—Aquí i en todo el barrio está haciendo el milagro de las aguas de Colina,*—concluyó la señora en un acceso de tos.

El Capitán se encojió de hombros i como Rojas se iba, también se fué él.

*Iban a las aguas de Colina las señoras que buscaban remedio a su esterilidad... (N. del E.)
 Fuente: Riquelme, Daniel, Bajo la tienda: recuerdos de la campaña al Perú i Bolivia: 1879-1884, Imprenta de «La Libertad Electoral» - 41, Bandera, 41, 1885, P. 73.

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