Moquegua, Marzo 25 de 1880.
Como lo decía en mi anterior, la marcha sobre Moquegua debía efectuarse el viernes 19. En efecto, en la mañana de ese día la división se ponía en movimiento por la línea férrea, yendo por los cerros las avanzadas que de cuando en cuando disparaban sobre vigías enemigos que huían como pájaros. A vanguardia iba la compañía del Buin, mandada por el capitán Rivera y 50 Cazadores, siguiendo el Bulnes, el Atacama, la Artillería de montaña el Santiago, el 2º de línea, la artillería de campaña y la caballería. La máquina con la ambulancia Valparaíso, víveres y forraje cerraban la marcha a alguna distancia.
El general Baquedano, el Jefe de Estado Mayor y sus ayudantes iban por los cerros de la derecha, desde donde dominaban el valle y encrucijadas vecinas.
Cerca de Omo se dio un corto descanso a la tropa que marchaba contentísima, queriendo todos ir a la vanguardia, esta vez le tocó el honor al Bulnes, batallón que por su buen comportamiento se ha captado la simpatía de todos los jefes y que se ha hecho digno de todo aplauso.
En una altura más al interior de Omo se alcanzó a distinguir la avanzada del enemigo que huía en dirección a los Ángeles, donde por unos chinos que se interrogaron, se supo que se hallaba concentrado el enemigo, fuerte en más de 2.000 hombres y bajo el mando del coronel Gamarra.
Siguió hasta San José y de ahí a Calaluna, última estación para llegar al Alto de la Villa, estación de término, y separada de la ciudad de Moquegua por el valle y el río Ilo que tiene su origen en las lagunas Los Ojos y que arrastra actualmente una regular cantidad de aguas. En Calaluna se acampó a las oraciones, después de tomar el general Baquedano todas las precauciones del caso, colocándose la artillería sobre una eminencia, el Bulnes cerca de la artillería y a vanguardia, y el Atacama por el flanco derecho dominando la cumbre.
DE CALALUNA AL ALTO DE LA VILLA.
A las 5 A. M. ya toda la división estaba lista para continuar el viaje que, como el día anterior, se hizo por el único sendero posible, la línea férrea, y entre altas cumbres que dominan el valle, todo sembrado de variados y árboles frutales.
Esta marcha, por una angosta vía, donde la caballería solo podía caminar al paso a causa de los innumerables canales y acequias descubiertas que atraviesan la línea; donde la artillería de campaña necesitaba puentes para atravesar, puentes que se formaban con piedras por los pontoneros y los mismos artilleros y que en parte había que destruirlos en seguida para dar paso a la locomotora; donde a la infantería solo le era posible avanzar en hileras, esta marcha pudo ser dificultosísima y peligrosa, tanto más si se toma en cuenta que todo el angosto camino estaba cercado con cierros de alambre y espesa arboledas, donde un enemigo inteligente se habría ocultado y hecho estragos sobre las fuerzas, que podían diezmar a mansalva.
Pero nada de esto sucedió, y la marcha se continuó con toda fortuna, haciendo de cuando en cuando la tropa un corto descanso, que aprovechaba para refrescarse con riquísima uva que tenía en todas partes al alcance de su mano.
Contando con todas las dificultades que antes he enumerado y temiendo, lo que era natural suponer, que el enemigo aprovechara de ellas, el general tomó, todas las pre-cauciones que en tales casos aconseja el arte de la guerra recorriendo y vigilando todo con su Jefe de Estado Mayor.
La compañía del Buin y un piquete de caballería iban de descubierta por las faldas y cimas de los cerros de la derecha; el Atacama seguía a la descubierta por los lomajes, y por el centro, es decir por el camino férreo, marchaba el Santiago artillería de campaña, Bulnes y resto de la división.
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Aprovechando de los momentos de descanso que se daba a la tropa, nos dirigíamos por los cerros en cuyas faldas hay varios edificios de más o menos importancia, notándose especialmente el que ha construido un señor Artieda, propietario de una de las más extensas viñas, y que es todo de piedra y ha costado algunos miles de soles.
En una de estas casas, donde se hallaba apostado el enemigo, se encontró una mesa servida y los guisos tibios todavía. Ni siquiera se habían llevado el pan.
En las paredes había varias inscripciones y firmas, y las fechas escritas con carbón o lápiz atestiguaban que los peruanos habían estado allí el día anterior y la mañana del 20. También había coronas y banderolas que quizá estaban dispuestas para celebrar nuestra derrota.
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Como a media legua de Calaluna, el enemigo había quitado los rieles de un puente, teniendo el cuidado de dejarlos a un lado y como a veinte pasos las abrazaderas. Este gran obstáculo fue luego salvado por el señor Stuven que con un carro de mano, material y operarios marchaba adelante revisando la vía.
Al llegar al río encontramos también destruido en parte el puente del río Ilo, cuya compostura demandaba más tiempo. El coronel Aníbal Chocano había hecho sacar los rieles y comenzar la destrucción del puente, que no tuvieron tiempo de efectuar. Contra esta determinación estaba el prefecto de Moquegua y la mayoría de la colonia extranjera.
No siendo posible el paso del río para la artillería de campaña, ésta se abrió un camino a través de los tapiales y cercos, por donde pudo llegar sin otros inconvenientes al Alto de la Villa. La infantería pasó el río y siguió por la vía férrea hasta el mismo puente antes indicado.
Apenas llegados a las alturas, el enemigo se retiraba a todo escape por la cuesta de los Ángeles para atrincherarse en aquel histórico lugar considerado como inexpugnable por los peruanos, y con sobrada razón, pues allí mismo el revolucionario Piérola, hoy Dictador del Perú, se sostuvo con poco más de 300 hombres contra fuerzas diez veces superiores por espacio de meses, y solo fue vencido cuando Montero, que venía de Puno, lo derrotó, no en la misma cuesta de los Ángeles, sino más allá de Torata, otro punto histórico donde tuvo lugar la batalla de ese nombre entre las fuerzas reales y las americanas.
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Nuestra división acampó en el Alto de la Villa, adonde concluyó de llegar a las 12:30 P. M., siguiendo el Bulnes hacia Moquegua, cuya custodia se le confió.
El Jefe de Estado Mayor, señor Martínez, acompañado de sus ayudantes, se dirigió antes que todos al pueblo de Moquegua, a las 10 A. M. tomando posesión de él a nombre de Chile.
En la ciudad no había ninguna autoridad peruana, y la custodia y orden de la ciudad había sido confiada por el fugitivo prefecto a una comisión de extranjeros, italianos casi en su totalidad, presidida por el señor Lavarello y de la que era secretario el señor O. Minuto.
Tan luego como llegó el Bulnes, su comandante señor Echeverría ordenó recorriesen la población patrullas de 20 a 30 hombres al mando de un oficial, al fin de evitar cualquier desorden y tranquilizar a los vecinos.
En el Alto de la Villa estación de término, como antes hemos dicho, del ferrocarril de Ilo a Moquegua, encontramos dos locomotoras, la Ilo número 5 y la Locumba número 6, un buen número de carros para pasajeros y carga y un estanque igual más o menos al de Pacocha y lleno de agua. La Locumba está con los calderos quemados y a la Ilo le faltan varias piezas que se espera encontrar. En uno de los cilindros de ésta última, que fue desarmado se halló un buen número de piezas pequeñas y fierros, con el objeto, sin duda, de que una vez funcionando se rompiera, como ocurrió con uno de los de la Moquegua.
La estación ocupa una buena extensión y posee muy regulares edificios para máquinas, oficinas, etc.
El alto es una planicie situada en la ribera Sur del río Ilo que domina perfectamente el valle y se presta para formar una bonita población, como se ha pretendido, pero sin conseguirlo, desde 1877. Solo hay uno o dos edificios que valgan la pena; el resto de la planicie está delineado y aun se ven cimientos en varios puntos, pero los moqueguanos prefieren sus ruinosas ratoneras y sus inmundas callejuelas a una ciudad moderna y bien ventilada.
EN MOQUEGUA.
Tan luego como llegamos al Alto de la Villa me dirigí a la ciudad de Moquegua, que desde la altura y antes de pasar el río presenta el más hermoso y pintoresco aspecto, que quizá contribuye a que sea mayor la transición cuando se la ve de cerca. Tiene, como se dice, un bonito lejos y nada más.
Descendiendo al valle por un empinado camino, el único que comunica Moquegua con el Alto de la Villa, se atraviesa el río y se comienza a ascender por otro callejón inmundo, tortuoso y lleno de pantanos y basurales; y repito, esta es la única vía de comunicación a través del valle, que es hermosísimo y cubierto de vides, naranjos, duraznos, chirimoyos, paltos, plátanos y verdes alfalfares, aunque no perfectamente cultivados ni cuidados.
Moquegua, capital de la provincia de su nombre, está situada en una falda de mucho declive, aunque su área es extensa, es una ciudad miserable como edificios, como calles, como aseo, por su aspecto general: es un muladar ruinoso. Talvez medió siglo atrás en Ilo tempore, fue algo, pues aun quedan las ruinas de la Matriz, San Francisco y Santo Domingo (que ahora hace de iglesia parroquial) que atestiguan cierto esplendor. Estos tres edificios son de piedra, pero de una piedra porosa y de una arquitectura nada vulgar.
Moquegua existe desde los tiempos de los Incas y fue un rico y poblado asiento, expuesto sí a los sacudimientos de tierra que en varias ocasiones casi la han destruido por completo. Reedificada en 1605 después de un gran terremoto, fue destruida en 1715, y visitada después por el espantoso sacudimiento de 18 de Septiembre de 1833, por el de Agosto de 1868 y por el de 1877, que no han dejado ningún edificio en buen estado, y que han hecho de esta ciudad un hacinamiento de ruinas, pintadas con cal rojiza, y digo esto porque no hay casa ni casucho que no esté pintado de un rojo color ladrillo.
Sus calles son angostísimas y mal pavimentadas o sin más pavimento que tierra y basuras. En las que bajan de Norte a Sur hacia el valle, corre por el centro una acequiecilla de un decímetro de ancho, que arrastra una pequeña cantidad de agua, y no siempre, y a las que se arrojan todas las inmundicias de las casas, lo que hace se respire un aire pestilencial, nauseabundo y causa, sin duda, de muchas enfermedades, especialmente de la terciana, que parece ha sentado su trono en este pueblo, dejado verdaderamente de la mano de Dios y también de los hombres.
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Cuando llegamos con el capitán Urcullu y el ayudante Belisario Zelaya, nos llamó la atención la gran cantidad de banderas italianas al frente de casi todas las casas, en muchas de las cuales se alcanzaban a percibir unas italianas negras como la noche, de gruesos labios y cuerpo vellón. En las puertas se veía este letrero: Casa italiana, en caracteres negros y salidos todos de la misma fábrica.
Los hijos del Celeste Imperio, no queriendo quedarse atrás, habían enarbolado también una especie de pendón triangular de color amarillo o rosado, orlado de flecos y estampados, poniendo también su respectivo letrero: Casa Asiática, que algunos escribían Caso Asiático, y hubo uno que puso Caca Asiático.
El comercio italiano en su totalidad tenía sus puertas abiertas, y al atravesar algunas calles, enjambres de mujeres agrupadas en las puertas o ventanas se apresuraban a ocultarse cerrando éstas y aquéllas y manifestando gran pavor. Los señores peruanos, es decir los jefes y hombres acomodados, habían hecho creer a todos esos infelices que los chilenos eran unos vándalos, una horda de bárbaros que todo quemaban y destruían sin respetar nada ni a nadie.
Llamónos también la atención la ambulancia peruana. Cada uno de sus miembros, talvez para hacer arrancar al diablo, llevaba más cruces que una procesión. Cruz en el sombrero, cruces en las solapas, cruz en la falda de la gorra y como no tenían donde ponerse más, llevaban todavía una bandera blanca con cruz roja.
En verdad que al ver esto no se puede menos de pensar en el ridículo que hace de una tan noble como humanitaria institución que en esta tierra se ha cambiado en una especie de albergue, por no decir otra cosa. Es cierto que entre los ambulantes peruanos, cuyo presidente es el ex prefecto, había algunas honrosas excepciones, lo que me es grato hacer constar.
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En la noche, la colonia extranjera, representada por una comisión de comerciantes y que presidía el súbdito italiano don Felipe Lavarello, celebraba una reunión, a que asistía el señor Arístides Martínez, Jefe de Estado Mayor y el capitán Urcullu.
En esta asamblea se trató de los intereses y seguridad de la población, estando ya obtenida la última con la presencia del Bulnes. Los señores Lavarello, Anselmi y Minuto, defendieron con tesón los intereses de la colonia italiana que, por supuesto, en nada eran atacados. Como se pidiera una contribución de guerra consistente en harina y tabaco para la tropa, todos declararon que estos artículos no existían en la ciudad.
Suscitóse una larga discusión sobre derecho internacional, en la que el señor Martínez demostró cuán errónea eran las creencias de la asamblea, sentando la cuestión en bases sólidas e incontestables. De esta discusión, concluida la cual se dio por terminada la reunión, no entro en detalles por no creerlos oportunos ni que deban consignarse en el estrecho marco de una correspondencia.
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Durante el día de hoy los ayudantes de campo y de Estado Mayor, bajo las órdenes del teniente coronel Martínez hicieron reconocimientos en distintas direcciones, a fin de poder emprender el ataque de la formidable fortaleza de los Ángeles, situada en la cima de la cuesta y protegida por gruesos atrincheramientos de piedra y por la fragosidad del terreno, y hallar un camino para nuestra artillería por entre un dédalo de tapias, enramadas y quebradas.
Estos trabajos se prosiguieron durante el día 21, en que el general Baquedano y su Jefe de Estado Mayor acordaron el plan de ataque que debía darnos la victoria del día siguiente.
Ya el capitán Zelaya y el capitán Munizaga, de ingenieros, habían abierto un paso para la artillería y todo estaba listo para emprender la acción, habiéndose dado a los jefes de cuerpo las órdenes del caso y reinando en la ciudad cierta ansiedad y en el campamento el anhelo de empeñar cuanto antes el combate que debía traer el triunfo.
SORPRESA A LA CABALLERIA.
El regimiento de Cazadores, mandado por su segundo jefe comandante Feliciano Echeverría, se había acampado en unos potrerillos situados al Oriente de Moquegua, donde los caballos tenían pasto y agua en abundancia. Temeroso de poder ser sorprendido por el enemigo, el comandante tomó todas las precauciones apostando avanzadas y haciendo rondar el campamento por patrullas.
Como a las 2 A. M. se dejó oír una descarga de los puestos avanzados. Era sin duda el enemigo que, conocedor de nuestros movimientos, trataba de sorprender nuestra caballería, introducir la confusión en su campamento y ver modo de espantar y hacer huir los caballos.
Inmediatamente que se sintieron las detonaciones, el comandante Echeverría ordenó ensillar; pero no había trascurrido un minuto cuando un vivo y nutrido fuego de fusilería rodeó por tres lados el campamento de los Cazadores, al mismo tiempo que los enemigos en número de más de 100, salvaban las pircas y atacaban con furia.
En esos momentos se ordenó a la tropa batirse en retirada y atrincherarse detrás de las tapias a fin de rechazar al enemigo, lo que se consiguió al cabo de diez minutos.
Dentro del mismo campamento se encontró muerto uno de los asaltantes, debiendo resultar también algunos heridos por las huellas de sangre, que dejaron en el camino. De los nuestros hubo tres muertos: cabo 2º Miguel Torres, de un bayonetazo; soldados: Alfredo Delaunay y Candelario Aliaga.
Heridos: Manuel Jara y Ventura Muñoz, que murió dos días después en la ambulancia, de un balazo en el vientre.
Dadas las condiciones del campamento, la oscuridad de la noche, las ventajas del enemigo conocedor del terreno y la presteza con que ejecutó el asalto, era de presumir que la sorpresa hubiera sido de mayores consecuencias; pero gracias al esfuerzo y serenidad de oficiales y soldados, el enemigo fue luego rechazado, haciéndonos 4 muertos y 1 herido y matándonos 7 caballos.
En su retirada, el enemigo se encontró con la retaguardia del Atacama que le hizo huir más que de prisa.
COMBATE DE LOS ÁNGELES. VICTORIA DE LOS CHILENOS.- SE PERSIGUE AL ENEMIGO HASTA MAS ALLÁ DE TORATA.
A las 7 P. M. del 21, siete compañías del 2º de línea al mando del teniente coronel señor Canto, el primer batallón del Santiago mandado por don Lisandro Orrego la 2ª compañía de la 3ª brigada de artillería a las órdenes del mayor Fuentes y 300 hombres de caballería (200 cazadores y 100 granaderos) mandados por el comandante Echeverría, salían de sus campamentos a las órdenes del coronel Muñoz, en dirección a Samegua, lugarejo distante como dos leguas de Moquegua, para atacar al enemigo por su flanco y retaguardia izquierda mientras el Atacama lo hacia por el flanco derecho, subiendo por una empinada cuchilla, seguido a retaguardia y por otro cerro, por una parte del Bulnes y una compañía de guerrilla del Santiago; el Bulnes y el resto de la caballería marchaban más tarde de frente protegidos por los fuegos de la artillería. Dos compañías del Santiago atacaron también por el ala izquierda.
Como a las 5:30 A. M. del 22, se sintió un sostenido fuego por el lado de Tumilaca. Era la división Muñoz que despuntar la aurora se encontraba en la quebrada que domina el cerro de Tumilaca, por el flanco derecho de las posiciones enemigas, y se batía con las fuerzas peruanas parapetadas en la cumbre.
La división Muñoz que se adelantó por un camino infernal quebrado y lleno de peligros, llegó a la quebrada mencionada con un cierto retardo debido a que los peruanos habían achaflanado en cierta parte el camino, de manera de hacer perder la pista. El guía, creyéndose extraviado, tardó mucho en cerciorarse de lo que ocurría, y de ahí una pequeña demora.
Como decía, al aclarar la división se encontraba en el fondo de la quebrada, expuesta a los fuegos del enemigo. Entonces se ejecutó un atrevido movimiento. La artillería subió a la cumbre contraria protegida por la infantería y una vez que tomó su colocación en medio de los fuegos enemigos con sus certeros disparos permitió avanzar a la infantería por el cerro, si no me engaño del Sombrero, donde el comandante del 2º señor Estanislao del Canto, con un valor y serenidad que todos elogian, hizo que su gente derrotara al enemigo después de 5 horas de combate, y de una carga a la bayoneta ejecutada al toque de calacuerda por la banda de música y que introdujo el pánico en el enemigo que huía despavorido hacia Torata, perseguido por el 2º y el Santiago.
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El Atacama, que por su arte había trepado la cima y tomado al enemigo por el flanco derecho, a retaguardia, tomaba también parte en esa caza al gamo, que es como puede llamarse la precipitada y veloz fuga del enemigo, perseguido hasta Yacango por la caballería e infantería.
El Atacama rompió sus fuegos a las 6 A. M., mientras parte del Santiago y del Bulnes y caballería avanzaban por el centro, por el camino público. A las 8 A. M. todas nuestras fuerzas se hallaban en la cumbre y caminó de Torata llegando a Yacango a las 11:30 A. M., donde se hizo lo y dióse descanso a la tropa, siguiendo un piquete de Cazadores al mando del alférez Ilabaca la persecución del enemigo tres leguas mas allá de Torata, sin encontrar a nadie.
El Bulnes, que marchaba en seguida a vanguardia del segundo batallón del Santiago, siguió adelante hasta tomar posesión del pueblo de Torata, cuya guarda le fue confiada por el General en Jefe de la división expedicionaria.
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Una parte de nuestra fuerza quedó en Yacango hasta el amanecer del 23, regresando los demás a sus campamentos el día de ayer en la tarde, y encontrándose todos de vuelta, con excepción de una compañía del Santiago, que quedó de guarnición en los Ángeles, el día 25.
El bien combinado plan del General dio los resultados que eran de esperarse, y sin el retardo sufrido a causa de las dificultades que hubo en el camino recorrido por la división Muñoz, el enemigo habría caído todo prisionero. Pero dígase lo que se quiera, el triunfo no ha podido ser más espléndido y el plan de ataque mejor concebido, pues la toma de los Ángeles ha sido de un trascendental efecto para el Perú, que confiaba en que jamás el ejército chileno tomara posesión de esa fortaleza inaccesible.
DIGAMOS ALGO DEL ATACAMA.
A las 9 P. M. del domingo este bravo batallón salía a flanquear al enemigo, parapetado en la histórica famosa cuesta de los Ángeles, fortaleza inexpugnable cuando la defienden hombres de valor, haciendo previamente los reconocimientos del caso a fin de encontrar un sendero a través de los potreros, tapiales y tupidas enramadas que cubren las faldas de los cerros.
A las 11:30 P. M., el comandante Martínez había conseguido salvar todos los obstáculos que se oponían al paso del batallón, valiéndose de palas y picos con que algunos soldados rompían los cercos de piedra, y llegaba aun campo más expedito, a los lomajes que circundan el cerro en que, con justicia, se creía hubieran apostadas avanzadas enemigas.
Municionada la tropa con 100 tiros por cabeza, se emprendió la ascensión del cerro a las 12 P. M. La segunda compañía al mando del teniente Rafael Torreblanca y bajo las inmediatas órdenes del comandante Martínez, marchaba de descubierta, quedando el resto del batallón a cargo del sargento mayor señor Juan Francisco Larraín Gandarillas, que debía seguir las huellas de la segunda con 15 minutos de intervalo, hasta reunirse en un punto de signado de antemano.
En estas circunstancias, el Atacama fue sorprendido a retaguardia y a pocos pasos de distancia por un vivo fuego de fusilería, que, a causa de la oscuridad de la noche y de lo emboscado del sitio, no podía apreciarse su procedencia, y que no eran sino los soldados peruanos que trataron de sorprender nuestra caballería pocas horas antes.
Los disparos del enemigo introdujeron cierta confusión entre los atacameños, haciendo que algunos soldados de las dos últimas compañías dispararan varios tiros contestando al fuego del oculto enemigo. Hubo un momento en que las balas se cruzaban en todas direcciones, amenazando muy de cerca a nuestros bravos atacameños.
Restablecida la calma y puesto en fuga el enemigo, el comandante Martínez ordenó al mayor Larraín pusiese lo ocurrido en conocimiento del general de división. El mayor Larraín regresó a las 3:30 A. M. con orden del general Baquedano de no alterar en nada la marcha ordenada y con facultades para que el comandante siguiera el sendero que creyera mejor, emprendiendo la marcha a la hora que estimara conveniente.
A las 4 A. M., del 22, el batallón continuaba su penosísima marcha, yendo la segunda compañía de descubierta por el infernal camino de los lomajes o cuchillas, que solo cabras podrían remontar. A media cuadra de la avanzada, iba el resto del batallón, escalonadas las compañías por el flanco para protegerse mutuamente, en el caso, por demás probable, de que el enemigo, que seguramente tenía noticias de nuestros movimientos como más tarde se corroboró, atacara a los valientes atacameños en su peligroso ascenso.
Con toda fortuna se llegó hasta la conjunción de varios pequeños senderos o huellas, donde todas las compañías se reunieron, marchando una en pos de otra y emprendiendo la subida más atroz que pueda imaginarse; una ascensión por aquellos desfiladero, hasta entonces inaccesibles y que ni las aves habían hollado, que solo permitían a los soldados subir como hormigas en una fila teniendo que asegurarse con manos y pies, y clavar sus yataganes para escalonar aquellas escabrosísimas y vertiginosas pendientes que a cada paso y a cada instante amenazaban despeñarlos al abismo.
Cuanto se diga sobre esta ascensión sería una pálida imagen por demás lejana de la realidad, de la verdad; y hemos podido inquirir que más de una vez el pundonoroso comandante Martínez y sus dignos oficiales estuvieron a punto de perecer, ora por la falta de respiración, ora por despeñarse o caer en aquellos precipicios. Pero todo se olvidaba, y oficiales y soldados subían aquel calvario espantoso, sino con la sonrisa en los labios, con el corazón entero, el alma conmovida por el patriotismo y pensando solo en dar a Chile nuevos días de gloria, nuevos laureles, nuevos triunfos.
Lo repito: para todo el mundo, para los peruanos mismos, aquella subida es algo que no tiene igual en la historia y que deja muy atrás a cuanto hasta el presente se haya dicho y hecho; y cuando desde la ciudad ojos ansiosos miraban una columna que se posesionaba de la altura, por muchas bocas femeninas vagó una sonrisa, creyendo que aquellos cóndores que dominaban la cima eran soldados peruanos que disparaban sobre las fuerzas chilenas, siendo que solo los cóndores chilenos saben pararse en las más altas cúspides del inmenso Andes. Y esos ojos y esos labios antes risueños y rosados, tornáronse en breve en tristes y pálidos, y aquel enjambre de mujeres que de balcones y ventanas contemplaban alegres y parleras la acción, seguras de nuestra derrota, se refugiaban despavoridas en sus más recónditos nidos, sin volver a mostrarse.
Si no imposible, difícil sería expresar los inauditos obstáculos que fue necesario vencer, así como el entusiasmo y energía con que tropa y oficiales escalaban la cima, a pesar de las fatigas y crudos sufrimientos que soportaban con heroico estoicismo, y de los que, gracias a su denuedo, salieron airosos.
Las primeras compañías y más tarde el batallón, casi en su totalidad, llegaron así a dominar los primeros atrincheramientos del enemigo por su flanco derecho.
Después de un nutrido fuego de fusilería, que comenzó como a las 6:30 A. M. para terminar cerca de las 8 A. M., deseando economizar las municiones y aprovechando de la situación aflictiva de los contrarios hostigados a la vez por ambos flancos, el comandante Martínez ordenó tocar a la carga, lo que los atacameños ejecutaron al varonil y entusiasta grito de ¡Viva Chile! lanzándose con todo empuje sobre las gruesas trincheras y consiguiendo desalojar de una en una al enemigo que huía despavorido ante el arrojo entusiasta de nuestros bravos, hasta que se llegó a la trinchera que enfrenta al camino que del Alto de la Villa lleva a los Ángeles y Torata.
Allí se ordenó cesar el fuego, y el cabo de la 2ª compañía Belisario Martínez, enarbolaba nuestro glorioso pabellón en lo más alto de la trinchera, a fin de que fuese visto por la artillería para que suspendiera sus certeros fuegos, gracias a los cuales pudo obrar con más seguridad nuestra infantería y que, sin este valioso auxilio, gran parte de ella, la que se encontraba sobre el flanco izquierdo del enemigo, habría tenido que sufrir grandes -bajas. Pero el comandante Novoa supo, con sus acertadas disposiciones y mejores disparos, apoyar a los infantes, causando serias pérdidas al enemigo y distrayendo su atención de los puntos vulnerables de nuestras fuerzas, mientras parte del Atacama ocupaba la retaguardia de las fuerzas peruanas por el flanco derecho.
No pudiendo perseguir al enemigo, que huía en distintas direcciones hacia Torata y más allá, a causa del cansancio consiguiente de la tropa, el Atacama permaneció en las trincheras de los Ángeles hasta que el general Baquedano, acompañado de sus ayudantes, ordenó que aquellos bravos adalides descansasen de su penosísimo trayecto.
Una hora después continuaba su marcha hacia Torata, acompañado por una batería de artillería que iba al mando del capitán Fuentecilla. Antes de partir se enterraron los muertos y se ayudó a socorrer a los heridos que se encontraban en el campo, que fueron oportuna y eficazmente atendidos por la ambulancia Valparaíso, el cirujano en jefe señor Martínez Ramos, el doctor Kidd, cirujano del 2º, y los señores Gutiérrez, del 2º y Eulogio Díaz del Atacama, que han prestado importantísimos servicios.
No habiendo enemigo que combatir, en dirección hasta Torata, el Atacama regresó a su campamento del Alto de la Villa.
El teniente Rafael Torreblanca, el capitán Gregorio Ramírez, el teniente Antonio María López y subtenientes Abraham Becerra y Walterio Martínez, fueron los primeros oficiales que llegaron a la cumbre, desde donde dominaron las trincheras enemigas por el flanco derecho, obligando a los peruanos a reconcentrarse a su izquierda, donde fueron puestos en fuga por el 2º y el primer batallón del Santiago.
La cantinera Carmen Vilches fue un ejemplo de valor, trepando con los atacameños, la empinada cuchilla y haciendo fuego sobre el enemigo con su rifle como cualquier soldado.
Fuente: Ahumada Moreno, Pascual, Guerra del Pacífico: recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia Tomo II, Imprenta i Lib. Americana de Federico T. Lathrop, Valparaiso, 1885, P. 1222.
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