martes, 22 de diciembre de 2020

Rendición de Iquique y de los puertos vecinos

 
[Fotografia de Patricio Lynch, nombrado jefe político y gobernador militar de Iquique]
 
(Correspondencia a EL MERCURIO.)
 
Eran las 7 A. M. del 23 del presente, cuando del muelle de Iquique salía un bote a encontrar al    Cochrane que en compañía de la Covadonga sostenía en esos momentos el bloqueo del puerto.El Cochrane, que en esos instantes cruzaba en la boca de la rada, se acercó a reconocerlo, y poco después subía a su bordo el Cuerpo Consular residente en Iquique, presidido por su decano, el señor cónsul de los Estados Unidos.
 
El Cuerpo Consular iba a dar aviso al comandante Latorre de que el día anterior habían abandonado el puerto las autoridades peruanas, quedando la población a cargo de las compañías de bomberos extranjeras, que formaban una guardia de orden. Aseguraron que no se haría a las tropas chilenas ningún género de hostilidad, y pidieron que ocupasen la población, a fin de evitar los desórdenes.
 
Solicitaron al mismo tiempo que se permitiera salir del pueblo a gran número de habitantes peruanos que lo deseaban, y el comandante Latorre se apresuró a acceder a tal petición.
 
Con el fin de dejar plena libertad a los emigrados, no se tomó ese día posesión del puerto, y el Ilo, que pasaba para el Norte, fue detenido para que los recibiera a su bordo.
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Hasta las 10 P. M. se embarcaron a su bordo no menos de 1.300 peruanos, que tomaban pasaje para Arica y el Callao.
 
Iban también en el vapor muchos extranjeros, sobre todo italianos y chinos, que simpatizaban demasiado con la causa peruana para permanecer en Iquique bajo el dominio de los aborrecidos chilenos.
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A las 7 A. M. del 23, se dirigían a tierra los primeros botes del Cochrane, siendo recibidos en el muelle por una numerosa población extranjera y las autoridades accidentales del pueblo.
 
Apenas llegados a tierra, se dirigieron a la prefectura, que es a la vez el edificio de la aduana, y sacaron de allí, con religioso respeto, a los prisioneros de la Esmeralda, que en número de 49, es decir, toda la marinería sobreviviente del glorioso buque, permanecían aun en Iquique.
 
A las 8 A. M., regresaban los botes con sus heroicos pasajeros y eran recibidos a bordo del Cochrane con la mayor solemnidad.
 
Toda la tripulación del blindado, vestida de gran parada, esperaba a sus compañeros formada en ala sobre la cubierta, y pusieron éstos el pié en ella, resonaron por todas partes estrepitosos hurras, al mismo tiempo que el comandante Latorre, a nombre de la nación, les dirigía algunas sentidas palabras, felicitándolos por su conducta.
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Los prisioneros impresionados hasta el punto de derramar lágrimas de gozo, estrechaban con efusión a sus compañeros, y después de la ceremonia se ocuparon en oír ansiosos las pintorescas relaciones de los marineros del Cochrane sobre los hechos de armas llevados a cabo desde su captura.
 
Lo único que sentían era no haberse encontrado en todos aquellos combates, y no se cansaban de oír y preguntar los más menudos detalles de cada suceso, sobre todo en lo relativo a la caza y rendición del Huáscar.
 
Durante algunos momentos no hubo a bordo más que numerosos corrillos en torno de cada recién llegado, hasta que las nuevas tareas que a cada cual imponía la ocupación del puerto, los llamaron al cumplimiento de su deber.
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A las 8 A. M. se destacaban por segunda vez los botes del Cochrane y de la Covadonga del costado de estos buques, conduciendo a su bordo a las fuerzas chilenas que iban a tomar posesión del puerto.
 
Estas fuerzas se componían de 52 soldados de Artillería de Marina de la guarnición del Cochrane, 30 marineros del mismo buque y 29 marineros y 9 soldados de la dotación de la Covadonga, o sea un total de 120 hombres.
 
A cargo de estos iba el capitán de corbeta señor Gaona, segundo comandante del  Cochrane, que fue nombrado provisoriamente jefe político y militar del puerto, y fue recibido en tierra, al llegar al muelle, por la guarnición de bomberos y gran número de habitantes con grandes demostraciones de simpatía y regocijo.
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El teniente primero de la dotación del Cochrane, don Juan M. Simpson, fue encargado de posesionarse de los cuarteles y de establecer el servicio de vigilancia local, lo que ejecutó distribuyendo convenientemente algunas patrullas que recorriesen en distintas direcciones la población.
 
El teniente de la guarnición del Cochrane, señor Guerrero, quedó encargado de la custodia del cuartel de policía, de la aduana y de las demás oficinas fiscales.
 
Los marineros del Cochrane, armados de rifles, recorrían la población evitando todo desorden.
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A las 8:30 A. M. estaba reunida toda la tropa desembarcada de a bordo de los buques, frente a la casa del señor cónsul americano, y entonces el comandante general del Cuerpo de Bomberos y jefe de la compañía alemana núm. 2, don Jorge Schmidt, hizo al capitán Gaona entrega de todas las oficinas, archivos y papeles fiscales.
 
La fuerza que hasta ese momento custodiaba la ciudad, se componía de las cuatro compañías de bomberos existentes en el puerto, cuyo número es como de 200 hombres, y éstos fueron reemplazados por los marineros del Cochrane en la custodia de los distintos puntos.
 
En la cárcel o depósito de presos establecido en la aduana, se encontró, además de los 49 prisioneros de la Esmeralda, varios otros chilenos, ya capturados en los reconocimientos hacia la línea del Loa, ya tomados como espías en la población o sacados de a bordo de los buques.
 
Estaban allí los 8 voluntarios del cuerpo de exploradores tomados tiempo antes en las cercanías de Quillagua, un cabo del regimiento Santiago y un joven chileno llamado Manuel González, a quien lo tenían desde seis meses atrás con dos barras de grillos solo porque sospechaban que pudiera ser espía chileno.
 
Este joven y sus compañeros cuentan cosas terribles sobre los malos tratamientos que lo hacían sufrir los peruanos, lo mismo que a los prisioneros de la Esmeralda.
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En el cuartel llamado de la Recova Nueva, donde estaban acantonados los batallones 7 y 5, o sea Cazadores de la Guardia y Cazadores del Cuzco, se encontró una cantidad de ropa nueva, que era el traje de parada de ambos batallones, lo mismo que muchos otros artículos de equipo que demuestran la premura con que se dio la orden marcha a aquellas tropas.
 
Fuera de esto, en los almacenes militares y en distintos puntos de la población había diseminado un inmenso acopio de víveres de toda clase, suficientes para haber mantenido la ciudad durante un asedio de seis meses.
 
En la playa del Colorado, cerro que limita por el Norte la población, se encontraron también muchos cajones de cápsulas de rifle y municiones, que los peruanos, en su afán de huir cuanto antes, no alcanzaron a echar al agua.
 
En el mismo cerro se halló igualmente un torpedo Lay en vísperas de concluirse de armar, teniendo su depósito lleno con una gran cantidad de dinamita.
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Las armas y rifles que existían en la ciudad, y que en su mayor parte era un armamento viejo y casi inservible, fueron también arrojados al agua por los peruanos, pero con tan mal tino, que al día siguiente las mismas olas botaron a la playa unos 120 rifles.
 
Poco más o menos, igual cosa pasó con los cañones de los fuertes, que habían sido desmontados y clavados, y que en poco más de media hora quedaron corrientes y listos para hacer fuego.
 
Había en Iquique dos fuertes: el del lado Sur, llamado el del lado Sur, llamado del Morro, y el del Norte, bautizado con el de Colorado y situado en el cerro de este nombre. Ambos estaban armados con cuatro cañones Parrott, dos en el fuerte Morro y dos en el Colorado, siendo de ellos dos de a 300 y dos de a 150.
 
Ambos fuertes estaban en muy buen estado de servicio y habían sido construidos al parecer con el mayor cuidado.
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A las 8:30 P. M. salió la Covadonga con dirección a Pisagua a comunicar al ejército la fausta nueva de la entrega de la plaza, y a las 3:30 P. M. del siguiente día fondeaban en la bahía de Iquique el Abtao y el Itata, trayendo este último a su bordo un batallón del regimiento Esmeralda para encargarse de la guarnición del puerto.
 
En el Abtao venían el Ministro de la Guerra en campaña, el general Baquedano y muchos otros jefes, con el objeto de tomar las medidas oportunas para la seguridad de la población y sus alrededores.
 
A las 4 P. M. principió el desembarco de las tropas por el muelle del ferrocarril, en medio de un gran concurso de curiosos, y ya a las 5 estaban en tranquila posesión de la ciudad.
 
Una hora más tarde llegaba también de Pisagua el Loa conduciendo a los prisioneros de la Pilcomayo y algunos de los tomados en la noche del combate de Dolores. Poco después el Angamos, que llevaba de Antofagasta para el  teatro de la guerra al 2º batallón del Lautaro y que no tenía aun noticias de la rendición de Iquique, se acercaba al puerto al ver que los buques bloqueadores se encontraban tranquilamente fondeados en la rada, y echaba el ancla al ver en tierra enarbolada la bandera de Chile.
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Uno de los primeros cuidados de los marinos, apenas se hubo tomado posesión del pueblo, fue ir a visitar la tumba de nuestro heroico Prat. Las marinerías del Cochrane y de la Covadonga hicieron una peregrinación a ese lugar, llevando una hermosa corona trabajada a bordo del blindado y dedicada por la marina al inmortal comandante de la Esmeralda.
 
Esta memoria está viva y palpitante en el corazón de los vecinos de Iquique que presenciaron aquel glorioso combate. Se enternecen y procuran manifestar de todas maneras su admiración al recordar sus mil y mil peripecias y llegan hasta derramar lágrimas al recordar los trágicos episodios de aquella titánica y nunca vista resistencia.
 
Un caballero italiano que invitó a comer a varios jefes de marina y militares, contaba a los postres, en medio del más religioso silencio de sus oyentes, las terribles escenas de las postrimerías de la Esmeralda.
 
Todos los vecinos de Iquique habían abandonado ese día la población, y desde los cerros contemplaban con ansia los incidentes del combate. El espectáculo era aterrador e imponente y al mismo tiempo partía el corazón hasta de los más indiferentes.
 
Nuestra gloriosa corbeta, hostigada por los fuegos de la artillería de tierra, avanzaba majestuosamente al encuentro de su formidable enemigo y la bandera chilena, la mayor que había en el buque, se desplegaba movida por una suave brisa del Sur, destacándose por entre la espesa humareda de los cañonazos.
 
En estos momentos daba el Huáscar a la Esmeralda su primera arremetida, y con los anteojos se veía al inmortal Prat saltar a la impenetrable cubierta del enemigo, llevando en una mano su espada y en la otra su revólver, desnuda la cabeza y con una actitud que el cincel del artista nunca llegará a retratar. El Huáscar se retiraba nuevamente, y desde tierra se oía el ruido de los disparos que victimaron al héroe, mientras la Esmeralda con su nuevo jefe continuaba haciendo un nutrido y certero aunque inútil cañoneo.
 
En tierra, hombres y mujeres tanto extranjeros como peruanos, derramaban abundantes lágrimas de conmiseración por la suerte de aquellos valientes, y a cada momento creían ver bajarse nuestra gloriosa bandera para evitar la matanza de los bravos que la defendían.
 
Pero el fuego continuaba sin tregua, y al fin el Huáscar avanzó una y otra vez hasta hundir su espolón como un puñal en el costado de la gloriosa corbeta.Apenas se hubo retirado por segunda vez, principió la Esmeralda a hundirse de proa sin dejar de hacer fuego, y majestuosa y tranquila se sumergió en el seno de las ondas.
 
Agregaba el caballero entre lágrimas que aquel episodio final de la homérica lucha no podía tener parecido alguno con los hechos heroicos ocurridos en el mundo, porque, fuera de lo majestuoso del espectáculo en sí, parecía que la naturaleza se había complacido en adornarlo con todas las galas del arte. La atmósfera estaba trasparente, el cielo puro, el mar tranquilo y azulado, y la brisa que soplaba parecía no tener más misión que desplegar al aire los vivos matices de nuestro tricolor.
 
El buque se hundía poco a poco, y ya habían desaparecido el casco y los mástiles, y solo flotaba en las ondas la bandera de Chile. Al fin se sumergió también, y entonces, arrancados violentamente los espectadores de la contemplación de aquel sublime espectáculo, permanecieron mudos y aterrados, como cuando da el último suspiro una persona querida, decía enternecido nuestro narrador. Por todas las mejillas corrían abundantes lágrimas, y hubo mujeres que se desmayaron de dolor. El Huáscar mismo, cual si también se sintiera absorto por la grandiosidad de la escena, parecía contemplar aterrado su obra y no se movía de su puesto.
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Al día siguiente era nombrado jefe político y gobernador militar de la ciudad, el capitán de navío don Patricio Lynch, y se encargaba la custodia de la población al regimiento Esmeralda, regresando a bordo de sus buques las marinerías del Cochrane y la Covadonga.
 
Ese mismo día partía para el Sur el Loa. La Pilcomayo acababa de fondear allí, procedente de Pisagua y fueron traslados a su bordo los prisioneros de la Esmeralda  para ser trasportados a Valparaíso, donde, después de algunos días de merecido solaz, serán embarcados en el Huáscar para formar parte de su dotación.
 
La Pilcomayo viene mandada por el teniente 1º don Manuel Señoret, miembro de Estado Mayor de la escuadra. Trae como segundo comandante, al teniente 2º don Carlos Krug de la dotación del Blanco Encalada.
 
Estos dos inteligentes oficiales han sido favorecidos con este honor, porque hicieron esfuerzos sobrehumanos para salvar el buque, trabajando sin descanso durante 12 horas consecutivas en las más pesadas faenas, hasta que se logró apagar los incendios y achicar el agua que había penetrado por las válvulas.
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Los prisioneros de la Esmeralda han sido, durante todo el viaje, el objeto de las atenciones generales. La mayor parte de ellos vienen pálidos y demacrados, a causa de los durísimos tratamientos a que diariamente los sometían los peruanos. Cuentan y no acaban  respecto de las crueldades de los cholos, que no solo los maltrataban de obras y de palabras, sino, lo que era mucho peor, vociferando en su presencia, las más asquerosas calumnias e insultos contra Chile.
 
Los epítetos de “chilenos bandidos, rotos ladrones”, y toda la letanía de insultos de la fecunda inventiva peruana, eran su pan obligado de cada instante, y a veces no les daban otro, porque se complacían en atormentarlos de mil modos. Más de una vez se desayunaron  mediante la caridad de algunos extranjeros, que eran tildados inmediatamente de espías chilenos y pasaron muy malos ratos por ello.
 
Los obligaban a trabajar diariamente en las obras de fortificación del puerto, y el látigo y el palo de sus guardianes se cebaban impunemente a cada paso en las espadas de nuestros héroes.
 
Todos ellos vienen indignados contra la cobarde crueldad de sus carceleros y dispuestos a vengarse cruelmente de las ofensas recibidas y de los sinsabores que han experimentado durante su largo cautiverio.
 
Muchos elogios hacen los prisioneros de la conducta del capitán Uribe, que permaneció impasible en su puesto esperando la muerte, sin haber flaqueado un solo instante, y desesperado tan solo al ver que sus medios de ataque le impedían a su jefe. Agregan que Riquelme, que efectivamente disparó el último cañonazo cuando ya el buque se iba hundiendo, pereció ahogado a pesar de que sabía nadar, sin duda porque estaba herido y con el rostro quemado por la explosión de un cartucho inflamado por inflamado por una granada peruana.
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En su viaje al Sur, pasó el Loa a las caletas de Patillos, Chucumata, Pabellón y  Huanillos, a fin de reconocerlas y ver si se notaba allí la presencia de algunas partidas enemigas.
 
Patillos, donde antes había un numeroso destacamento de infantería y artillería, estaba ahora casi completamente desierto. No había más habitantes que cuatro maquinistas ingleses, a cargo de los trabajos de la línea del ferrocarril, que los peruanos trataban de desterrar, pues en la mayor parte de su trayecto está cubierta por la arena, que los vientos arrastran por la falda del cerro.
 
En Pabellón de Pica, adonde fue a tierra el teniente Barrientos, había bastantes pobladores, en su mayor parte italianos, que, al ver acercarse al Loa, colocaron banderas blancas en varias casas y en el muelle.
 
El piquete peruano que guarnecía la población, la había abandonado desde hacía algunos días, pero en tierra tenían cantidad suficiente de víveres y agua en abundancia de la máquina de resacar que allí existe.
 
Se dejó en tierra la bandera chilena que llevaba el bote para que la enarbolasen en la casa de la prefectura cuando llegase algún buque chileno, y quedó nombrado jefe político del lugar, mientras llegaba autoridad chilena, un señor italiano de apellido Cavagliero.
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Aquí tuvimos oportunidad de conocer la primera parte de la novela peruana inventada para explicar la derrota de Dolores, que había sido comunicada por telégrafo dos días antes desde Iquique, en los momentos en que las autoridades peruanas de este puerto tomaban el portante y aconsejaban a las de Pabellón que hicieran otro tanto.Aquella relación decía: que habiendo avanzado el ejército peruano sobre el chileno, colocado en la pampa al pié del cerro, lo había obligado a retroceder hacia la altura. Las tropas aliadas entonces, haciendo alarde de un arrojo inaudito y de un heroísmo sin ejemplo en la historia, avanzaron sobre el enemigo, se posesionaron de la artillería e hicieron huir a los artilleros. Pero en estos momentos, posesionados ya del cerro y de sus faldas, los peruanos bolivianos en número de 5.000, los fugitivos chilenos prendieron fuego a las mechas, y estallando las minas, de que estaba rodeado todo el cerro, sepultaron entre sus concavidades a aquellos 5.000 héroes incomparables.
 
Naturalmente, acudió entonces el resto de las tropas chilenas, y las aliadas, a pesar de aquel horrible espectáculo, emprendieron su retirada con todo orden en dirección a Tarapacá.
 
Esta relación acabó de hacer perder la chaveta a los amilanados cívicos que habían quedado en Iquique, y convencidos por su propia relación de que los chilenos no se andaban con chiquitas, emprendieron la fuga al interior, y no hubo santo que los hiciera detenerse.
 
Esta peruanada produjo, pues, un efecto contrario del que talvez soñó su inventor, porque todas las poblaciones de la provincia de Tarapacá quedaron aterradas con el relato y muy poco dispuestas a meterse en minas.
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En Punta de Lobos y Huanillos, grandes puertos exportadores de huano, no había más poblador que un hombre en cada uno de ellos, y de este modo tenemos ya en nuestro poder todo el rico litoral de la provincia de Tarapacá, gracias al feliz éxito de la batalla de Dolores.
 
Fuente: Ahumada Moreno, Pascual, Guerra del Pacífico: recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia Tomo II, Imprenta i Lib. Americana de Federico T. Lathrop, Valparaiso, 1885, P. 382.
 

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