[Mapa del Territorio ocupado en Tarapacá por el Ejército Chileno, durante la Guerra del Pacífico. Santiago, Noviembre 25 de 1879]
Señor editor:
El 20 de Noviembre emprendieron su precipitada retirada hacia el Sur los cuerpos del ejército peruano boliviano que el día anterior sufrieron tan rudo rechazo en el cerro de la Encañada o San Francisco.
Esta retirada, abandonando en el campo de batalla, cañones, víveres, municiones, armas y vestuario, tuvo el carácter de una completa y desastrosa fuga.
Ha sido algo más todavía. Con ella ha recibido un rudo golpe la alianza peruana boliviana, y se ha roto virtualmente el vínculo que ha mantenido en anti natural consorcio, durante meses y años, a los enemigos de Chile.
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En el campamento chileno de la Encañada y en el cuartel general de Dolores no se tuvo, en las primeras horas del 20 de Noviembre, idea cabal de la importancia del triunfo obtenido el día anterior. Ligeros reconocimientos practicados por oficiales del Estado Mayor, revelaron el abandono de las posiciones enemigas. En la oficina Porvenir cayeron en nuestras manos algunos jefes y oficiales enemigos, entre los cuales se hallaban el general Villegas, comandante de una división boliviana, y el coronel Ramírez Arellano, jefe del batallón Puno. En el resto del día se hizo presa de toda la artillería de la alianza, que constaba de 12 piezas de sistema inglés, de 1861 de tres calibres diferentes, y comenzaron a llegar a Dolores prisioneros y despojos, más o menos, pintorescos de diversas especies.
Partidas de caballería avanzaron bajo las órdenes del activo y estimable sargento mayor del regimiento de Cazadores a caballo, don Feliciano Echeverría, y fue este jefe quien capturó y condujo a Dolores la artillería enemiga; pero, obedeciendo a sus se limitó a reconocer los alrededores del campo de batalla.
Durante los días que siguieron, toda la caballería, compuesta a la sazón de 400 bajo las órdenes del comandante don Pedro Soto Aguilar y de los 115 Granaderos de la compañía del capitán don Rodolfo Villagrán, permaneció acampada en la oficina del Porvenir, distante una legua de Dolores.
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El 21 se hizo avanzar por la línea del ferrocarril hasta Santa Catalina, oficina distante dos leguas del cuartel general, una división compuesta del 2º de línea, el Chacabuco, los Zapadores la batería artillería el bizarro e inteligente capitán Flores.
Estas fuerzas, que no alcanzaron a tomar parte en el combate del 19 a pesar la terrible marcha de 17 horas que ejecutaron desde el campamento del Hospicio, se hallaban impacientes por participar de la gloria de sus compañeros de armas, y era justo que se les asignase el puesto avanzado del peligro y de la vigilancia.
El 22 avanzó en un tren hasta Agua Santa, término Sur de la línea férrea, el comandante, don Domingo Toro con 100 soldados del Chacabuco; pero esta expedición, que habría sido muy provechosa en la mañana del 20, no dio resultado. Mas allá de Santa Catalina no se descubrió rastros, ni se obtuvo noticia segura acerca del paradero del ejército enemigo.
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¿Cuál había sido, entre tanto, la suerte del respetable cuerpo de ejército de 8 a 9.000 soldados que se presentó el 19 de Noviembre, acudiendo a la cita que les dio desde Arica el general Presidente de Bolivia, a estrellarse sobre la punta que proyecta hacia el Sureste el cerro de San Francisco o la Encañada, ante el pequeño, pero invencible muro de acero y fuego que formaron allí, a la voz del intrépido Salvo, las bayonetas del Atacama y las carabinas de la artillería?
Al caer la noche, la situación de nuestros enemigos era harto crítica.
Toda su ala derecha, compuesta de los bolivianos y de la división Exploradora del ejército peruano, de que formaban parte los batallones: 2º Ayacucho, 3º Provisional de línea y voluntarios de Cerro de Pasco, y de que era jefe el general Bustamante, había desaparecido del campo de batalla en dirección al Oriente, y la caballería del ejército aliado, en masa, había seguido el ejemplo del desbande.
De los cinco generales de la alianza, no respondió uno solo al llamamiento en esa hora de solemne decisión y de angustiosas tinieblas. Villegas había caído cubriendo el honor de las armas, Bustamante, Villamil y el mismo Buendía, prófugos ya de la primera hora de Pisagua, se habían dejado arrastrar por la corriente de los fugitivos. Flores, huésped irónico más bien que caudillo de los batallones de Bolivia, se contentaba, desde días atrás, con censurar y murmurar en traje de paisano.
Había, sin embargo, en aquellos momentos un espíritu sereno y un corazón intacto en las filas de los aliados. Eran el espíritu y el corazón del coronel don Belisario Suárez, Jefe del Estado Mayor y caudillo de combate, cabeza y brazo de las huestes enemigas de Chile, desde que éstas comenzaron su organización en Tarapacá.
A este hombre animoso y de extraordinaria actividad, no le desconcertó la pérdida de la mitad de su infantería, de su caballería entera, ni el abandono de los generales y de otros jefes de prestigio, como el coronel don Manuel Velarde, arrogante jefe, que en la mañana misma del combate arengaba enérgicamente a sus soldados de la primera división anunciándoles que sobre la cima del cerro de San Francisco estaban la gloria y el honor, y a retaguardia de la línea peruana el deshonor y el baldón, y que había concluido por desaparecer tristemente de la escena del combate.
En las últimas horas de la jornada, formaban frente a las posiciones chilenas de San Francisco las siguientes fuerzas:
División Vanguardia (coronel Justo Pastor Dávila), compuesta de los batallones Lima núm. 8 y de los restos, honrosamente mutilados, del batallón Puno num. 6;
Primera división (abandonada por su jefe el coronel Velarde), compuesta de los batallones Cazadores del Cuzco núm. 5 y Cazadores de la Guardia núm. 7;
Segunda división (coronel Cáceres), compuesta de los batallones Zepita núm. 2 y Dos de Mayo;
Tercera división (coronel Bolognesi) de que formaba parte el 1º Ayacucho;
Y la columna de artillería (coronel Castañón) con 12 piezas y 160 hombres.
En todo, a lo más, 3.500 hombres.
Cuatro mil bolivianos, la división Exploradora (general Bustamante), compuesta del 2º Ayacucho núm. 3, del 3º Provisional de línea y de la Columna Cerro de Paseo, últimos llegados del Norte al departamento de Tarapacá, y toda la caballería del ejército aliado habían abandonado miserablemente el campo.
Las fuerzas peruanas, que permanecían fieles a las banderas, recibieron orden de acampar en sus posiciones y de alistarse para renovar, en la mañana del siguiente día, el ataque de las líneas chilenas.
¿Era sincera esta orden del coronel Suárez? ¿Ignoraba el Jefe del Estado Mayor peruano, en los momentos en que la impartió, toda la extensión del desastre y desbando el ejército aliado o esperaba que, durante la noche, volvieran a incorporarse al ala izquierda los fugitivos de la derecha y de la caballería? ¿O se propuso, lo que creemos probable, al mantener el resto de sus tropas en sus posiciones, ocultar la derrota y evitar la persecución?
El hecho es que, entre 8 y 9 P. M., los ayudantes del Estado Mayor recorrieron silenciosamente las líneas de los batallones, rendidos de sueño y de cansancio, y comunicaron la orden de comenzar la retirada.
Y entonces, al través de las ásperas calicheras que se extienden hacia el Sur de la oficina del Porvenir, a uno y otro lado de la vía férrea, y a la luz pálida de la luna nueva, debilitada por los primeros vapores de una helada camanchaca, emprendió la quebrantada hueste peruana una de las más difíciles y fantásticas marchas que es dado efectuar a un cuerpo de tropas atormentadas por la fatiga, la sed y la derrota.
Para comprender, hasta cierto punto, lo que fue esa retirada nocturna en presencia de un enemigo vencedor, es menester tener alguna idea de los obstáculos que presentan al avance de hombres y bestias los mantos de caliche que cubren a aquella región. Una llanura, con la apariencia de un océano de turbio oleaje, petrificado en el momento en que soplaba sobre las aguas una brisa fresca del Sur, se extiende en todas direcciones hasta donde alcanza la vista. No es posible dar muchos pasos, de día claro, sin perder el equilibrio sobre la superficie resbaladiza, sin caer en los hoyos que alternan con las elevaciones, sin herirse en las duras y agudas crestas de aquella áspera masa. El calzado no resiste por mucho tiempo, y los pies ensangrentados se debilitan y flaquean. Las herraduras mejor templadas saltan como cortadas a cincel.
¿Cuál seria en semejante terreno el sufrimiento y el desorden de una división que arrastraba consigo la artillería a lomo de mula, un parque considerable y un número in-menso de heridos y de rezagados, a quienes era menester abandonar a cada instante a muerte segura en las húmedas concavidades del caliche y el helando y triste sudario de la de la camanchaca.
Agréguese que el viajero más experimentado, recorriendo en noches claras y con el espíritu sereno las soledades sin término de las pampas de caliche, se halla seriamente expuesto a extraviarse.
Así, los fugitivos peruanos de San Francisco, por más que procuraban en la primera noche de su retirada apartarse del blanquizco sendero del ferrocarril por donde temían ver precipitarse trenes cargados con tropas chilenas y las masas tan temidas de nuestra caballería, eran conducidos a cada momento a la línea como por efecto de un funesto imán. Así, también, después de caminar a la ventura, dejando sangrienta huella de cada uno de sus pasos, desde las 8 a 9 P. M. hasta las 3 A. M., descubrieron con pavoroso asombro, a las primeras luces del alba, que no se habían alejado más de legua y media del campo de batalla, indicado a distancia por la oscura y levantada silueta del cerro de San Francisco.
¿Quién duda que en las primeras horas de esa terrible noche el silbido de una locomotiva, resonando a sus espaldas, o la aparición de un grupo de 25 jinetes habría bastado para precipitar el desbande de los últimos restos de lo que fue un día antes el ejército peruano boliviano de Tarapacá?
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La retirada continuó a las 5 A. M. del día 20, mas no sin que se adoptara la resolución de abandonar en el alojamiento la artillería completa, cuyo parque había quedado, como muchos heridos y cansados y como casi todos los enseres del ejército, en la marcha nocturna por el calichal. La tropa de esa arma siguió desde entonces al ejército como columna de infantería, bajo las órdenes de su comandante, el coronel Castañón.
Un nuevo enemigo se presentó con los ardientes rayos del sol de la mañana, la sed, la sed ardiente e inquieta de la pampa, del insomnio y de la batalla. A las 11 A. M. tuvo el ejército la fortuna de encontrar una aguada y pudo, gracias a eso, mantener su formación.
Hasta esa hora, aquella había sido una retirada a la ventura, sin rumbo fijo y efectuada simplemente a impulso del instinto de la salvación. El plan primitivo de los aliados, en caso de fracaso, había sido dirigirse a Arica por alguno de los caminos que atraviesa la quebrada de Tiliviche; pero la actitud de Daza y de los bolivianos, y más que todo, la distancia y la mayor dificultad de efectuar la retirada al Norte sin ser apercibidos del ejército chileno, decidieron al jefe de las tropas peruanas a abandonar aquel propósito y a seguir, al través de la pampa del Tamarugal, en dirección a la quebrada de Tarapacá.
En la mitad del día, cuando estaba a la vista el cordón de cerros tras de los cuales se elevan por el Sur las chimeneas de las oficinas de Negreiros, el quebrantado ejército comenzó a marchar casi en línea recta hacia el Oriente.
La retirada había tenido lugar con cierto orden, durante las primeras horas del día, y así se logró vencer las dos primeras leguas en el camino del Tamarugal; pero la sed, el hambre y el cansancio fueron introduciéndose de tal suerte la confusión, que los cuerpos se confundieron y el enjambre le los rezagados tomó a retaguardia proporciones considerables.
A las 4 P. M. encontró la columna su salvación en la aguada y valle de la Curaña, situados en el centro mismo de la pampa del Tamarugal, a seis leguas de Tarapacá. Allí se encontró una buena cantidad de ovejas y diversos otros recursos, y se proporcionó descanso a la tropa, hasta el día siguiente a las 5 P. M., con la seguridad de que el ejército chileno no la molestaría ni la buscaría, probablemente, siquiera en aquella dirección. Los rezagados y heridos, socorridos oportunamente, se incorporaron de nuevo a las filas. Los soldados, fortalecidos por el alimento y el baño, pudieron volver a empuñar las armas con ánimo de hacer uso de ellas. Las bestias aniquiladas recobraron fuerzas en los pastizales del oasis bienhechor.
Grupos del batallón 2º Ayacucho y de fugitivos bolivianos, con gran cantidad de heridos, habían precedido en Curaña la columna conducida por Suárez. Los bolivianos no se agregaron a ésta, ni aguardaron que se pusiera en marcha para continuar la retirada en dirección a Tarapacá, y a los pasos de cordillera que conducen al interior de su país.
En la noche del 21 llegó lo que quedaba del ejército peruano a las alturas que dominan por el Noroeste el hondo valle y la pintoresca población de Tarapacá, y en las primeras horas de la mañana del 22, bajó a ellas por el camino de San Lorenzo, destinado a presenciar, días más tarde, escenas de tanta y tan terrible animación.
El mismo instinto y las mismas reflexiones acaso que obraron en el ánimo del Jefe del Estado Mayor peruano habían conducido ya a Tarapacá a muchos de los derrotados del 19. En la ciudad se encontraban la mayor parte de la tropa del 2º Ayacucho, que intentó, con mal éxito, bajo las órdenes de su comandante Prado (llamado en el ejército Pradito), la subida del cerro de San Francisco, centenares de hombres del 3º Provisional y parte de la columna de voluntarios de Pasco, todos pertenecientes a la división Exploradora que abandonó Bustamante. En cuanto a Pradito, es sabido que no se vio desde el día de la batalla el polvo que levantaban sus botas presurosas.
El general Buendía, con sus ayudantes se encontraba igualmente en Tarapacá, y allí tomó de nuevo el mando del ejército que la energía y la vigilancia de Suárez acababan de salvar de segura y completa perdición.
El general boliviano Villamil había llegado horas antes, por su lado, con algunos compatriotas fugitivos; pero, habiéndosele ordenado que procurase reunir a sus compatriotas, contestó que tenía instrucciones para dirigirse a Oruro, y en efecto, envió en esa dirección toda la tropa boliviana, y él mismo tomó en seguida el camino de Arica por la quebrada de Camiña.
En general, desde el día de San Francisco, los bolivianos de Tarapacá dejaron de ser ejército. La nostalgia, el demonio de la revuelta y el pillaje, y probablemente también, planes forjados durante semanas y meses, los arrastraban irresistiblemente a los caminos que conducen por la cordillera a las provincias del Suroeste de Bolivia. Bandadas de soldados armados recorrieron así las pequeñas poblaciones del interior, saqueando y destruyendo. ¡A Oruro, a Oruro! era el grito de esos grupos desde el campo de batalla de San Francisco.
Algunos anunciaban que marchaban con el propósito de derribar a Daza y de volver a pelear al lado de los chilenos.
El ejército peruano refugiado en Tarapacá, no tenia, pues, para que contar con aliados. En adelante no debían servirle sino sus propios esfuerzos y su propia decisión.
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La idea de organizar una división de Vanguardia que se dirigiese sobre Pozo Almonte y la Noria, en donde se suponía a los restos del enemigo, hizo más de un viaje entre el cuartel general y la cámara del Abtao. Se habló al principio de 5.000 hombres; en seguida de 3.000, y por último, se llegó a la conclusión verdaderamente desconsoladora de que no sería posible suministrar oportunamente víveres y agua a una división que operase al Sur de Agua Santa en número de más de 2.000 hombres.
En estas circunstancias llegó al campamento, en la mañana del 23, la noticia de la entrega de Iquique a las autoridades chilenas, y junto con ella, en el primer momento de ansiosa excitación, la orden de que el regimiento de Cazadores, acantonado en la oficina del Porvenir, emprendiera la marcha al Sur en busca del enemigo.
Se alistó sin demora el gallardo cuerpo a la voz de su distinguido comandante don Pedro Soto Aguilar, y a las 6 P. M. del mismo día brillaban entre los postreros rayos del sol, a lo largo de la línea férrea, las armas y los alegres semblantes de 400 jinetes chilenos.
A las 11:15 P. M. llegaba la columna a la estación y oficina salitrera de Agua Santa, que nuestros soldados, no habían visitado desde la tarde del encuentro de Germania y que el coronel peruano Masías había destruido en parte antes de evacuarla.
La columna continuó su marcha en la mañana del 24, después de concederse a la tropa algunas horas de descanso al pié de los caballos, y poco después de la 1 P. M. llegaba a la oficina de Peña Grande, en donde recibía por diversos conductos las primeras noticias de que el enemigo se encontraba en Tarapacá en número de 4 a 5.000 hombres para marchar a Arica.
Una cantidad considerable de provisiones abandonadas por el ejército aliado, cayó en poder de nuestra caballería en Peña Grande y en la oficina vecina de Santa Adela. Y no fue menos importante la captura de un convoy de 35 mulas que se dirigía de Pozo Almonte a Tarapacá conduciendo víveres, el equipaje personal del coronel Suárez y el archivo del Estado Mayor peruano. Los prisioneros de la escolta confirmaron las noticias adquiridas, pocas horasantes, respecto de la situación y los propósitos del enemigo.
El Jefe de Estado Mayor chileno que dirigía las operaciones de la caballería, despachó, en el mismo día 24, propios al Ministro de la Guerra en campaña, que se encontraba a la sazón en Iquique, y al General en Jefe, en Dolores, anunciándoles lo que se había averiguado respecto de los movimientos y estado de fuerzas del enemigo y proponiéndoles que hiciesen avanzar 4.000 hombres de Dolores y el regimiento Esmeralda, por el ferrocarril de Iquique, a fin de que, con la caballería en el centro, avanzasen lo más rápidamente posible sobre Tarapacá y contuviesen eficazmente al enemigo en su retirada al Norte.
Al mismo tiempo, se enviaba al capitán Parra con 80 Cazadores a tomar posesión de Pozo Almonte y a abrir desde este punto la comunicación telegráfica con Iquique. La operación fue ejecutada sin tropiezo en las primeras horas de la noche, y una cantidad considerable de forraje y víveres caían de nuevo en poder de la caballería chilena en aquel lugar, importante no solamente por su inagotable pozo sino como estación de ferrocarril y centro de un poderoso agrupamiento de oficinas salitreras.
En cuanto al aviso enviado a Iquique y Dolores sobre la situación del enemigo, nos anticipamos a decir que el emisario destinado al General en Jefe no llegó a su destino y que, en Iquique, no se atribuyó al anuncio del Jefe de Estado Mayor toda la importancia que tenía en aquellos momentos para el ejército de Chile.
Fuente: Ahumada Moreno, Pascual, Guerra del Pacífico: recopilación
completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás
publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de
Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia
Tomo II, Imprenta i Lib. Americana de Federico T. Lathrop, Valparaiso,
1885, P. 362.
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