Permítaseme entrar en algunas reflexiones con el laudable objeto de restablecer la verdad sobre un hecho demasiado grave, y de disipar las nubes que la ligereza y la inconsciencia aglomeran en el límpido horizonte de la alianza peruano boliviana.
Permítaseme también, para corresponder mejor a mi laudable propósito, echar una mirada retrospectiva sobre incidentes anteriores, que han sido mal comprendidos y peor interpretados, y con los cuales se ha pretendido enlodar la frente inmaculada de un antiguo soldado de la patria.
Careciendo el general Daza, y mucho más el general Jofré, su Jefe de Estado Mayor, de los conocimientos más comunes y rudimentarios de su profesión, especialmente en la parte mecánica de la organización militar, que es la base de la moralidad, instrucción y disciplina de un ejército, el que vino de Bolivia a Tacna se resentía naturalmente de la falta de tales condiciones, cuya subsanación era imposible por parte de los jefes de división y de cuerpo, a causa del carácter imprevisor y esencialmente vanidoso de ambos generales, ante cuyos defectos se estrellaba toda iniciativa de organización y de reforma, unas veces por la ignorancia de sus ventajas, y casi siempre por la necia vanidad que les impedía aceptar y doblegarse a indicaciones, por saludables que fueran, que emanaban de los demás.
Esa falta de conocimientos daba lugar a frecuentes medidas, más o menos desacertadas, que despertaban la censura al principio y la burla después, de parte de todos los jefes y oficiales y especialmente de los de la Legión Boliviana, compuesta en casi todo su personal de jóvenes más o menos inteligentes e ilustrados. Este fue el origen de una prevención muy marcada contra esa división de parte del general Jofré, quien consiguió infiltrarla en el ánimo del general Daza por medio de chismes y enredos, a los que éste es tan accesible como todo hombre vulgar y sin elevación de carácter.
Creada esta situación, cuya, tirantez aumentaba cada día, no necesitaba sino el más frívolo pretexto para que hiciera una explosión, y ella tuvo lugar con motivo de unas cartucheras para el escuadrón Murillo que mandé hacer por orden del general Daza (en carta dirigida desde Arica) con prescindencia del Jefe de Estado Mayor, cuya intervención habría sido, como en todo lo demás, un obstáculo insuperable. El descomedimiento con que pretendió tratarme con motivo de este hecho y la dignidad y altivez personal con que yo lo contuve, dieron lugar a la sugestión auricular ante el general Daza, que la admitió con la ligereza que le es característica, de que yo pretendía deponerlo con el apoyo de la Legión Boliviana, de la que era jefe. Iguales temores le infundió respecto del general don Nicanor Flores, quien había tenido el patriotismo de abandonar en Salta su familia, comodidades y fortuna para venir a ofrecernos servicios en las horas de angustia en que creía que la patria los necesitaba. Los celos de Jofré respecto de este bizarro jefe (así como sobre todos los demás que podían hacerle sombra, o poner en relieve su nulidad), llegaron hasta el extremo de haber solicitado la cooperación del general Arguedas ante los coroneles Aramayo y Velásco Flores, para perderlos ante el general Daza. Y como éstos se negasen a secundar tan indigno propósito, también los indispuso ante el general Daza, a quien le hizo creer que los trabajos revolucionarios del general Flores adelantaban rápidamente, pues que ya contaba con algunos jefes, y entre ellos con los indicados anteriormente; con cuyo motivo Aramayo fue puesto en prisión durante muchos días, y con centinela de vista, sin que supiera jamás el motivo de este ultraje.
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Este ligero incidente, entre otros muchos que podía citar, da una idea exacta de la situación, creada por el espíritu suspicaz y chismoso del uno y por el modo de ser ligero, vulgar e inconsciente del otro, pues no necesito comprobar el hecho de que ni el general Flores, ni yo, pensábamos en tal golpe, y menos en territorio extranjero y al frente del enemigo.
A pesar de esto, el general Daza dando entero crédito a las imputaciones de Jofré, me dio la orden para que yo fuera a organizar las guardias nacionales de la provincia de Caupolican. Pero como yo había venido a consagrar a mi patria mis últimos días, defendiéndola contra la codicia chilena, pedí entonces que se me excusara de tal comisión, que constituía un destierro, y que se me diera mi pase para servir de último soldado en el ejército peruano.
Esta conducta, que cualesquiera reputará altamente laudable y patriótica, sirvió a Jofré para arraigar más en el ánimo de Daza la sugestión de mi pretendido intento revolucionario, y dio origen a una orden general, que era un libelo infamatorio contra mí y que afectaba también a los demás jefes, oficiales y soldados de la Legión Boliviana.
Pero no fue esto solo, pues el general Daza, inspirado por Jofré (quien le presentaba como próximo el fantasma de la sublevación de la Legión Boliviana), diciéndoles que se preparasen a combatir a aquella (a los guaira levas, según su propia expresión), que pretendía amarrarlo. Como todo esto tenía lugar del modo más público y notorio, cundió inmediatamente la alarma en todos los cuarteles y en la población, bajo el supuesto de que la Legión Boliviana se iba a sublevar contra Daza y contra el resto del ejército.
Como se ve, hasta aquí no se trataba de política interna in de sublevación alguna; no había sino intrigas de Jofré y ligereza, y genialidad de Daza. Pues, a pesar de esto, hubo autoridad que hizo a otra un telegrama anunciándole que la Legión Boliviana se iba a sublevar contra Daza proclamando a Chile.
He aquí los antecedentes y el origen de esa infamante imputación, tanto más injusta e imperdonable, cuanto que se atribuía a la juventud de Bolivia, que había venido espontáneamente a lavar con su sangre el ultraje inferido a la patria. Esa imputación, que había sido aceptada en Lima casi unánimemente, como un hecho real y positivo, se desvaneció luego por el imperio que sobre sí tiene la verdad y la inocencia, pero sin causar, según parece, azar ninguno en el ánimo de los que infirieron con su credulidad tan grave ofensa a esa juventud patriota, pues que se ha abrigado la misma infamante sospecha con motivo del hecho de que paso a ocuparme.
Realizada la ocupación de Pisagua a costa de un torrente de sangre boliviana, se acordó por el Director de la guerra una evolución verdaderamente estratégica y militar, la de que el general Daza marchara, por la vía de Camarones, con una fuerte división, a llamar la atención del enemigo por retaguardia, sea para interponerse entre él y su fuente de recursos de Pisagua, sea para obligarlo a debilitarse desprendiendo contra él una división, sea para tomarlo entre dos fuegos, o bien reforzar el ejército del general Buendía, a cuya cabeza debió ponerse el general Daza, en virtud de los tratados vigentes.
Al efecto, el general Prado proveyó la comisaría de guerra de la división, reemplazó con rifles Remington los rifles peruanos con que estaban armados dos cuerpos del ejército de Bolivia, surtió el camino, en los puntos designados por el mismo general Daza, con víveres y con agua en extraordinaria abundancia, y salió, al fin, la división el 11 de Noviembre con ardoroso entusiasmo por parte de la tropa.
Pero como hay falta de dotes y espíritu militar, no se tomó la precaución de obligar a los soldados a llenar de agua sus cantimploras, y los que llevaban algo en ellas, era vino o aguardiente.
Por otra parte, tanto el general Prado como otras muchas personas, insinuaron con instancia al general Daza la conveniencia de no marchar de día, sino de noche, asegurándole con la experiencia personal que tenían adquirida que las condiciones del desierto fatigarían y anonadarían a su gente si pretendía hacer acá lo que estaba acostumbrado a hacer en Bolivia. Pero el general Daza, cuya vanidad le impide aceptar ningún consejo, hizo la marcha de día, no solo en la primera jornada, sino también en la segunda y tercera, con cuyo motivo llegó su tropa a Camarones completamente fatigada. Una vez allí el día 13 y en lugar de hacerla descansar para continuar la marcha durante las noches, resolvió hacerla contramarchar, a despecho de las reiteradas órdenes que recibía por telégrafo del Director de la guerra, quien llevaba su exigencia hasta el extremo de declinar sobre él las consecuencias de su resolución.
Comprendiendo el general Daza la gravedad de estas consecuencias, hizo en esta ocasión lo que hace siempre, procurar hacerlas pesar sobre su círculo de rufianes, el que mantiene a su lado para que lo aplaudan, para desfogar en él sus genialidades y para imponerle la responsabilidad de sus propios actos. Al efecto, reunió un consejo de guerra, ante el cual propuso, por órgano de ellos, la idea de contramarchar, y cuyo número prevaleció sobre el voto de la minoría que estuvo por la continuación. El simple hecho de haber sido propuesta, sostenida y resuelta tal idea por ese círculo, manifiesta, sin ningún género de duda, que ella partió del mismo general Daza, pues ese círculo ha perdido hasta el derecho de pensar, que lo ejerce Daza por su cuenta; él no piensa y no dice sino lo que Daza quiere.
He aquí como él ha pretendido exonerarse de esa responsabilidad y aparecer ante los que no conocen la atmósfera que lo rodea, como la víctima a quien la insubordinación de los jefes, oficiales y tropa le ha impuesto el sacrificio de contramarchar. Este es también el origen del crédito de lealtad que se atribuye al general Daza y de las imputaciones de traición y de insubordinación que se hacen pesar sobre el ejército, y que son completamente calumniosas respecto de ambos.
Pero ¿cuál es la causa de esa contramarcha? Es muy sencillo de explicarse para los que conocen el modo de ser de Daza.
En efecto: Daza mira en el batallón Colorados la varilla mágica, cuyas virtudes constituyen el principal elemento de su poder en Bolivia.
El secretario general confirmó (lo sé, no lo supongo) en el ánimo de Daza, el temor de sucumbir en esa expedición con el batallón Colorados, y le presentó como inevitable, y con los colores más vivos, su inmediata caída en Bolivia. Ese mismo secretario, con el asentimiento de Daza, impuso al círculo de rufianes la necesidad de proponer y sostener la contramarcha, que él mismo apoyó con su palabra, autorizada por su posición oficial y por su talento.
Se equivocan, pues, altamente, los que atribuyen a espíritu de infidencia la contramarcha de Camarones. Ella no ha existido en el ánimo de Daza, y menos todavía en el del ejército, como lo comprueba el hecho siguiente, de cuya exactitud dan testimonio todos los que formaban esa expedición.
Una vez que se comunicó la orden de contramarchar, se presentó ante el general Daza el batallón Colorados y le dijo estas palabras, que son gráficas y que revelan su profundo y ardiente patriotismo: “Señor, ¿cómo vamos a contramarchar al frente del enemigo sin haber vengado a nuestros hermanos de Pisagua?” “No, contestó el general. Daza, van ustedes a sucumbir en el desierto, y yo los quiero como a mis hijos para consentir en ese sacrificio estéril”. “Pero, señor, replicaron los soldados, morirá, pues, la mitad, pero siempre queda la otra mitad para pelear”. “No hijos, insistió Daza, el Director de la guerra nos llama para defender el Morro de Sama, que va a ser atacado por los chilenos”. Al oír esto, “al Morro de Sama”, gritaron los soldados con frenético entusiasmo, y se prepararon para contramarchar.
En vista de esto, bien se puede calcular cuál sería la sorpresa de los soldados cuando al entrar a Arica y Tacna fueron recibidos por el ejército peruano y por el pueblo con los epítetos de inflames, cobardes y traidores. El general Daza, para descargarse de la responsabilidad de la contramarcha, y ejercitando la intriga que le es característica, había adelantado a dichos puntos la imputación de que esa contramarcha le había sido impuesta por la insubordinación de su ejército. No había habido, pues, espíritu de traición en nadie, ni más insubordinación que la de Daza por medio de su círculo de rufianes y aguijoneado por su secretario, contra las órdenes del Supremo Director de la guerra; hecho que, si no hubiera sido por consideraciones políticas y por el carácter conciliador del general Prado, debió dar lugar al juzgamiento de aquél por un consejo de guerra y a su consiguiente ejecución con arreglo a las leyes militares, pues, según el artículo 1º del protocolo sobre comando del ejército, el general Daza estaba militarmente sometido al señor general Prado.
Esta ha sido, pues, la segunda vez que, con tanta sinrazón como en la primera, se ha hecho pesar sobre el ejército de Bolivia la infamante imputación de deslealtad y de traición hacia el Perú.
La contramarcha de Camarones y el desconcierto en la dirección del combate de San Francisco, han dado lugar al desastre de las armas aliadas en esa jornada.
En efecto:
Al saber el enemigo la marcha del general Daza en dirección de su retaguardia, destacó sobre él una división de 2.500 hombres, que debía esperarlo en Jazpampa, y con la cual no habría tenido ni para principiar el ejército que llevaba el general Daza, superior en número y en calidad. Algo más: habría bastado para derrotar esa división enemiga, el primer empuje de los batallones 1º y 2º, que son el lujo del ejército de Bolivia; y esa derrota habría confirmado el crédito militar del general Daza e introducido el espanto en el enemigo de San Francisco.
Y no se diga que no habría habido tiempo para ello, pues el general Daza durmió el 13 en Camarones, de donde no dista a Jazpampa sino 20 leguas de buen camino, con agua en Chiza, Tana y Tiliviche; y el combate de San Francisco tuvo lugar seis días después, esto es, el 19 por la tarde. Este simple cómputo de fechas y de distancia manifiesta la posibilidad de descansar dos o tres días en Camarones y llegar oportunamente a Jazpampa, Pero la contramarcha dio lugar a que el enemigo concretase su atención y replegase las fuerzas que puso en Jazpampa a San Francisco, con cuyo auxilio obtuvo la victoria más inesperada, aun para los mismos chilenos.
Esa contramarcha convirtió, pues, en derrota lo que debió ser una victoria y defraudó a Bolivia de la gloria que debió proporcionarle la presencia del general Daza en la retaguardia del enemigo o en el mismo campo de San Francisco; y lo que es peor, dio lugar a imputaciones de deslealtad y de traición, o cuando menos de cobardía, que se hacen pesar sobre el ejército de Bolivia y que debilitan los vínculos de la alianza.
Algo más: ya que el general Daza resolvió, en hora aciaga, contramarchar de Camarones, en lugar de quedarse allí con una escolta, ¿por qué no marchó directamente de Camarones a incorporarse con el ejército aliado para ponerse a su cabeza y dirigir el combate de San Francisco, siquiera para alentar con su presencia al ejército de Bolivia y evitar así su dispersión casi sin combatir? Bolivia lo ha mandado a caso a vivir muellemente en Tacna, dando media vuelta al frente del enemigo y esquivando todo peligro? ¿O quiere a caso resolver problema de saber cuanto dura un general que vive a 40 leguas de las balas enemigas? Su simple presencia en San Francisco habría cambiado la suerte de esa jornada, o cuando menos habría evitado que se imputara a los cuerpos bolivianos, por tercera vez, el crimen de traición al Perú, por actos que debe atribuirse única y exclusivamente a la falta de dirección y completo desbarajuste que reinó en esa batalla, y que dio lugar a que los nuestros se ofendieran entre sí, como dan testimonio de ello las correspondencias anteriores, que imputan a los bolivianos que estaban a vanguardia, y la publicada en EL NACIONAL del 14, que atribuye esa misma falta al batallón 3º de Lima.
Este hecho, que es muy natural en ese a desbarajuste, y que a su vez ha podido justificar el cargo de parte de los bolivianos de haber sido traicionados y asesinados por la espalda, solo sirve como una elocuente enseñanza a fin de que no se juzgue con tan poca circunspección y tanta ligereza, ni se acojan con tanta facilidad las imputaciones que cualquiera tiene el antojo de lanzar respecto de hechos que afectan el decoro y la honra de un pueblo representado en el campo de batalla por la lealtad y el valor de sus soldados.
Esta es, pues, la tercera vez, que con tanta ligereza, como en las dos anteriores, se ha propagado la traición boliviana, comprometiendo seriamente los sagrados intereses que la alianza representa; traición que si ha de ser admitida por la cansa que se atribuye, habría también que admitir la del batallón 3º de Lima que incurrió en la misma falta.
¿Quiénes son, pues, al fin los traidores a la alianza?
No es el general Daza, porque su contramarcha de Camarones es el fruto del temor que le infundió su secretario, de perder en esa expedición el batallón Colorados, que es el pedestal de su poder en Bolivia.
No es el ejército boliviano, en cuyo pecho altivo arde cada día más vivo el odio a Chile y el amor a su patria y al Perú. No es ese ejército, que ha soportado con resignación todas las privaciones que le impusieran el abandono, la ignorancia y la impericia de sus directores; que ha soportado con igual resignación hambre, sed y desnudez, mientras su General en Jefe botaba y sigue botando en livianos placeres, que nos denigran y envilecen, los caudales que la nación le remite para dar pan, agua y abrigo a sus valerosos hijos que van a defender su integridad y a borrar con sangre la ignominiosa huella que la codicia chilena estampara en su mejilla augusta e inmaculada. No es traidor ni insubordinado el ejército que exige en Camarones la continuación de la marcha, y que solo cede de su empeño ante la aseveración de una orden superior y ante la expectativa halagadora de medir sus fuerzas con el enemigo en el Morro de Sama. No es traidor ni insubordinado el ejército que, sin embargo del desorden en la batalla, marcha al lado de su hermano y aliado, y toma con el esfuerzo común los cañones enemigos. No es traidor ni insubordinado el ejército que, desde las posiciones en que se le deja con los brazos cruzados y en completo abandono, hace fuego sobre el enemigo que viene arrollando a sus propios hermanos y que tira en su defensa por sobre ellos mismos, ya que no se oye la voz de ningún jefe que le ordene avanzar en defensa de los que vienen cediendo a impulsos de la superioridad numérica. No es traidor ni insubordinado el ejército que así manifiesta su ardor bélico, porque también lo sería el batallón Lima núm. 3, que hizo fuego al enemigo, por sobre bolivianos y peruanos causándoles muchas victimas. No es traidor, insubordinado ni cobarde el ejército que es arrastrado en su derrota por los que con tanto heroísmo habían conseguido dominar ya al enemigo, y a los que se les dejó torpemente librados a sus fuerzas, mientras que se obligaba al resto del ejército a mirar impasible desde la llanura el estéril sacrificio de sus valientes hermanos. No es traidor, en fin, ni insubordinado, ni cobarde el ejército que, despechado por la absoluta falta de jefes que dirijan la retirada, se dispersa, no en el mismo campo de batalla, como equivocadamente se ha asegurado, sino por la noche, cuando vio que había sido abandonado por los jefes encargados de su salvación mediante una retirada en orden. Fue entonces, entiéndase bien, que las divisiones bolivianas se retiraron en dirección de sus hogares, en donde encontrarían el alimento que en vano podían buscar en los desiertos de Tarapacá.
Según esto, ¿quiénes son pues, los traidores? ¿Seré yo? ¿Será el general Daza? ¿Será el ejército de Bolivia por haber contramarchado de Camarones, por haber hecho fuego al enemigo por sobre nuestras propias filas, por haber sido arrastrado en la derrota y por haberse dispersado en la noche subsiguiente? ¿Será el batallón Lima núm. 3, que también hizo fuego al enemigo por sobre nuestras propias filas? ¿Será el ejército del Perú, en fin, que también fue y que se dispersó completamente, como lo manifiestan los pelotones llegados a todas partes y en todas direcciones?
No; mil veces no.
Los traidores son los que con tanta ligereza e inconciencia pretenden debilitar los vínculos de la alianza, y aun disolverla definitivamente, acogiendo y propagando, con inconciliable malevolencia, cargos e imputaciones infamantes, sin discernimiento y sin criterio; son los que ultrajan la lealtad y la altivez del soldado boliviano, atribuyendo a sus sugestiones insidiosas y al oro corruptor de Chile, faltas que son únicamente imputables a la carencia absoluta de toda dirección en el combate; son las que insultan el patriótico sufrimiento del pueblo de la Paz, atribuyéndose a ese mismo corruptor las manifestaciones populares que con tanta ligereza se aplicaron como hostiles a la alianza, sin esperar que la luz que se hiciera sobre ella, manifestara el elevado espíritu de patriotismo y de amor entrañables a la alianza que ellas encerraban. Esos, y únicamente esos, son los traidores a la patria, a la alianza y a la América.
Como soldado antiguo, cuya larga experiencia le permite apreciar mejor los perniciosos efectos de tan insidiosas propagandas; como boliviano que conoce a fondo el espíritu de su país, su amor sincero al Perú y su odio entrañable a Chile; como peruano, que también soy interesado como el que más en la suerte de esta segunda patria para todo boliviano que pisa su suelo; como americano que se interesa por evitar el predominio de Chile y el sacrificio del derecho público americano que se mina por su base, con el restablecimiento del derecho antiguo de reivindicación y de conquista; a nombre de los grandes intereses del Perú, de Bolivia y de la América entera, ruego más circunspección, menos ligereza, un poco más de prudencia y mejor criterio para juzgar de los hombres y de sus acciones en la delicada y tremenda crisis que atravesamos. No lo pido para mí, lo pido para todos, para Bolivia, para el Perú, y más que todo para la honra de la América. Persuádanse de una vez para siempre: en Bolivia y en el Perú no hay ni puede haber traidores; no hay sino hombres, mujeres, ancianos y niños dominados por una sola idea, por una sola aspiración, la de poner a raya el espíritu aventurero del hijo espurio de la América.
Lima, Diciembre 16 de 1879.
JUAN JOSÉ PÉREZ.
Fuente: Ahumada Moreno, Pascual, Guerra del Pacífico: recopilación
completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás
publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de
Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia
Tomo II, Imprenta i Lib. Americana de Federico T. Lathrop, Valparaiso,
1885, P. 367.
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