lunes, 28 de diciembre de 2020

"Lo que ha sido la primera campaña y lo que debe ser la segunda" Editorial de EL NACIONAL de Lima

 [Oleo del Combate Naval de Angamos]
 
(Editorial de EL NACIONAL de Lima, Noviembre 29 de 1879.)
 
En el corto espacio de 40 días, ha ido muy lejos el triste itinerario de nuestros desastres, y los días 8 de Octubre, 2, 19 y 20 de Noviembre, recordando las fechas nefastas de Angamos, Pisagua, San Francisco e Iquique, llevarán a la posteridad en los bronces de la historia, todo este, cúmulo de desgracias:
 
La pérdida de nuestro poder marítimo;
La pérdida de nuestros mejores blindados;
La pérdida del contralmirante Grau y nuestros más dignos marino, y
La pérdida de la campaña naval;
La pérdida de Pisagua;
La pérdida de su fortificación y artillería;
La pérdida de muchos de nuestros soldados, nuestros heridos y prisioneros;
La pérdida de una vía férrea militar de 50 millas, con las importantes posiciones del Hospicio, de Dolores, Santa Catalina y Agua Santa, y entre medio de éstas, la inexpugnable y estratégica altura del cerro de San Francisco;
La pérdida de nuestros parques, armamentos y cañones;
La pérdida de nuestros almacenes y depósitos de víveres;
La pérdida de la primera campaña terrestre;
La pérdida de Iquique con sus fortificaciones, artillería, ferrocarril de 56 millas y telégrafos, y
La pérdida de Patillos con sus ferrocarriles y telégrafos hasta Lagunas.
 
Todo esto quiere decir que hemos sufrido:
 
La pérdida de nuestro territorio hasta el grado 19;
La pérdida de más de 1.800 leguas cuadradas de la superficie del Perú;
La pérdida íntegra del departamento de Tarapacá;
La pérdida de cerca de 200.000 habitantes de población;
La de nuestros ferrocarriles y telégrafos, por cerca de 200 millas, importantes más de 20.000.000 de pesos fuertes;
La pérdida de los tres puertos Patillos, Iquique y Pisagua y sus correspondientes caletas;
La pérdida de 20.000.000 de pesos fuertes en oficinas salitrales;
La pérdida de 2.800 millas de terrenos salitrales, importantes 28.000.000 de libras esterlinas, o sean 140.000.000 de fuertes;
La pérdida de nuestras rentas de huano y salitre, importantes, libremente, 10.000.000 por año, en metálico, i en fin...
La pérdida de la integridad y los más caros derechos del Perú, como nación independiente y soberana!!!
 
Por todos los poros de nuestro organismo mana la sangre de nuestra vergüenza y del vilipendio que un puñado de funcionarios malignos por su ineptitud han echado sobre la República.
 
¿Por qué antes no asesinaron a todos los patriotas, si desde el principio no se sintieron con la competencia y el coraje necesarios para defendernos del enemigo extranjero?
 
¿Por qué no nos mataron de cualquier modo dándonos la felicidad de la tumba, antes que concedernos la existencia mísera que había de presenciar Angamos, Pisagua, San Francisco e Iquique?
 
Retuércense las entrañas de dolor, salta en nuestro pecho de amargura el corazón, brota la desesperación de y todas nuestras fibras, y secos y enjutos nuestros ojos, ni siquiera pueden derramar una lágrima al contemplar que todo ese baldón, toda esa infamia, toda esa iniquidad es real y verdaderamente inmerecida por nosotros y por nuestros hijos, por esta confiada República que, en el ara santa de las patrióticas inmolaciones, ha ofrecido y entregado para la guerra a Chile sus mejores y más robustos hijos, sus tesoros sin reserva ni del mendrugo de pan que al siguiente día reclamaba el huérfano indigente, sus riquezas fiscales todas, y hasta sus poderes, sus libertades y sus garantías.
 
¿Por qué, si no podían, ni tenían aliento para defender la patria, no dejaron a los valerosos, a los fuertes y a los capaces la sublime tarea que aquéllos sabían que no habían de  cumplir?
 
¿Por que durante ocho meses no hacían más que recibir de las cajas fiscales más de 20.000.000, y de la fortuna privada más de 10.000000, si estaban convencidos de que tan cuantiosos sacrificios del Estado y de la nación habían de ser ociosos, estériles e infecundos en sus manos trémulas por la debilidad, como en su corazón agobiado por el miedo y el terror, al más vil de los imaginables invasores?
 
¿Por qué tomar bajo su responsabilidad, con la vida de 10,000 de nuestros hermanos y nuestros hijos, la suerte futura de la patria para manchar, como única solución, nuestros estandartes y humillar y revolcar en tierra, como único resultado, nuestras armas, y cubrirnos de luto, de sangre y de vergüenza?
 
Preciso es que el mundo entero sepa, después de la primera jornada de nuestros actuales desastres, y antes que comencemos la segunda, pero muy terrible, campaña de verdadera defensa de la patria, quiénes han sido los que desde el principio de la guerra nos han conducido al abismo de Pisagua y de San Francisco, con los escándalos, las insubordinaciones, los errores manifiestos, los extravíos y las debilidades, las miserias y hasta las más ridículas truhanerías, si así pueden calificarse, ciertos actos incalificables en la política y en la administración.
 
Vamos a decirlo con la suprema franqueza que la verdad nos reclama en esta también suprema hora de agonía, con la resolución incontrastable de sufrir hasta la muerte misma en las manos de cualquier alto o bajo pretoriano; pero con la conciencia de cumplir el deber hasta el caso de que, con nuestro ejemplo, si preciso fuere, aquellos aprendan a morir como han muerto, como mueren y como morirán siempre los buenos y los patriotas, los que legamos nuestra venganza a la República, recomendamos a la historia el veredicto de nuestros sacrificadores, y sucumbimos sin otra esperanza de fundar los estímulos más nobles y los ejemplos más dignos.
 
Muchas páginas tiene el proceso de nuestras desgracias durante la guerra extranjera, y nuestro país comprenderá que no vamos hoy por hoy a escribir tan negra historia, sino solamente a formar los apuntes de la conducta de los que nos han defendido en los altos puestos de la dirección de la guerra y del Gobierno de la República, como en las altas clases militares de nuestro ejército.
 
Cuando el Presidente de la República, general don Mariano Ignacio Prado, asumió la dirección de la guerra, y el 16 de Mayo, con denuedo aparente, emprendió su marcha saliendo del Callao para el Sur, la República entera y todos los hombres pensadores no dudamos un solo instante en la firme creencia de que el general Prado iba a constituirse en el verdadero centro directivo del orden, la moral, la disciplina, el mantenimiento y conservación, tanto de nuestro ejército como del ejército aliado, el cual creíamos que inmediatamente fuese a ocupar las márgenes del Loa, siendo, como era, el más grande de los deberes del Presidente de Bolivia ser el primero en el asalto a los enemigos para reconquistar y vengar los tres asesinatos impunes, el de Calama, el de Caracoles y el de Antofagasta; para castigar los tres desvergonzados latrocinios, el latrocinio del huano, el de los minerales y el de los salitres de Bolivia, y para purificar su patria con la sangre de los enemigos, de la inmensa profanación de su territorio.
 
No se hizo esto; el general Prado se estableció permanentemente en Arica y Tacna, entregó el mando del Sur al general Buendía, y de este gran error fue el resultado el grande escándalo de la más punible reyerta entre el General en Jefe, Jefe de Estado Mayor General don Pedro Bustamante, el general don Manuel González de La Cotera, jefe de una de las divisiones de Vanguardia, y el prefecto del departamento, coronel don Justo P. Dávila.
 
¿Cual fue el resultado de esta gravísima falta, de esta anarquía de los altos defensores de la República, delante del enemigo extranjero, delante de los bloqueadores de Iquique, delante de los que nos invadían en Quillagua? ¿Fue acaso el sometimiento a un consejo de guerra de los culpables, fue acaso la destitución de ese General en Jefe que abría la campaña consintiendo en la relajación de la disciplina militar, porque los relajadores eran oficiales generales o llevaban sobre sus hombros las encarnadas charreteras de generales del ejército?
 
No ciertamente; se contentó el general Prado con mantener en su puesto al primero, a quien debía haber destituido, esto es al general Buendía; se contentó con remitir a Lima a las órdenes del Gobierno a los generales Bustamante y La-Cotera para que aquí fuesen destinados en el mando de otras divisiones de la Reserva, y se contentó, en fin, con trasladar al coronel Dávila al mando de una división llenando su vacante de prefecto con el general don Ramón López Lavalle.
 
Ha sido así como el director de la guerra, el General en Jefe del ejército peruano y nuestros generales jefes de división abrieron la campaña terrestre, y de hechos semejantes, suficientes para alentar mayores impunidades, los verdaderos patriotas, los espíritus reflexivos no podían menos que deducir y presentir fúnebres y desconsoladoras consecuencias.
 
¿Cómo había ser posible, el austero deber de triunfar de los invasores si no podíamos triunfar de nuestras propias debilidades para mantener la disciplina, y lejos de esto sucumbíamos premiando la insubordinación?
 
Nosotros no calumniamos a nadie ni recriminamos tampoco, hablamos la verdad severa y tremenda como debe hablarse en esta hora también tremenda y severa de la República, y cueste lo que cueste, debemos recordar que el Gobierno de Lima, presidido por S. E. el señor general La Puerta y dirigido por un Consejo de Ministros, presidido por el señor general Mendiburu, lejos de rechazar con indignación la impunidad que en el Sur erigía como sistema el director de la guerra, se hacia cómplice de semejantes debilidades, y como para alentar aquellas mismas faltas en el ejército de reserva, colocaba precisamente en sus filas, y al mando de divisiones, a los mismos que acababan de ser destituidos y separados del ejército del Loa.
 
El director de la guerra, como el Supremo Gobierno, no solo descuidaban los grandes deberes que la situación imponía a los grandes dignatarios del Estado, sino que tratando la guerra extranjera como ruin guerra civil, no se han contraído a otra cosa que a invertir todos los millones que han recibido de los fondos públicos en necesidades frívolas y aparentes, en dar colocación a compadres y amigos en puestos y destinos superiores a sus facultades, y en perder lastimosamente un tiempo precioso que debería haberse consagrado al aumento del ejército hasta el pie de 50.000 soldados, al aumento de nuestros armamentos en la correspondiente proporción y al aumento de nuestra escuadra hasta ponerla en estado de rivalizar con la escuadra enemiga.
 
Nada de esto se ha hecho y ni siquiera preocupado al director de la guerra ni al Gobierno, que arrostraron impávidamente delante de la América y del mundo la alta responsabilidad de la defensa del Perú y de Bolivia; por el contrario, desde el mes de Abril hasta el mes de Julio, en que se instaló el Congreso, hemos sido sucesivamente engañados con frases de doble sentido, con palabras indeterminadas y con monosílabos misteriosos, para alimentarnos con la esperanza de que habíamos adquirido poderosos buques de guerra, muchos millares de rifles y millones de cartuchos y aun recursos metálicos cuantiosos para mantener una guerra de dos años.
 
Bien pronto el cinismo, la hipocresía y la mentira disfrazados con el purpúreo manto del patriotismo, cayeron postrados, como caen los fanfarrones y los charlatanes en la primera refriega con la verdad y la realidad de los hechos.
 
Y bien sabe el país a esta hora, en que debe habérselo dicho cada uno de sus diputados, hasta en los más recónditos y apartados pueblos del territorio; bien sabe el país que habían sido falsas e inicuamente mentirosas las esperanzas de nuevos elementos marítimos que se le hicieran concebir, como había sido falsedad y mentira que tuviésemos en el mes de Junio, en el Loa, un ejército nacional de 14.000 soldados; como había sido falsedad y mentira que tuviésemos en Lima 12.000 hombres de reserva; como 30.000 rifles y 10.000.000 de cartuchos, y como había sido falsedad y mentira que pudiéramos disponer de recursos metálicos para dos años de guerra.
 
Y bastaría saber que en el ejército de Iquique apenas se han encontrado 8.000 soldados el día de una batalla, que ha sido preciso el 2 de Noviembre en Pisagua para que el ejército de Lima llegara al pié de 10.000 hombres; y bastaría saber que todavía, cuando el ejército chileno, después de invadir y acampar en la línea de Pisagua, se ha venido a acabar de municionar los parques del Sur, lo que ha dado lugar al nuevo desastre de la Pilcomayo; y bastaría saber que nuestros soldados del Sur, hermanos, hijos y amigos nuestros, carecían de zaparos, agua y pan, haciendo la guerra descalzos, sedientos y hambrientos, y que todo esto ha pasado y ha sucedido en tanto que se gozaba de octaviana tranquilidad en Arica y en Lima, en tanto que el general en jefe, según es pública voz y fama, se entregaba a los brazos de chilenas enviadas a Iquique para enervar y extinguir aquel espíritu octogenario; en tanto, en fin, que en Lima mismo hemos visto cambiarse sucesivamente en los diversos ramos del despacho los actores serios como los gracejos o polichinelas de la más infame comedia que ha podido representarse con mengua del honor, del derecho y de la integridad de una nación digna, independiente y soberana. Bastaría saber todo esto, que está escrito en documentos públicos oficiales y con los mismos hechos esculpidos en la conciencia de nuestro ejército y de los ciudadanos, para que el Perú entero, en masa y como un solo hombre, arrojara una eterna maldición contra los que han consentido en que Chile, el pueblo americano más vil, haga sobre nuestro territorio la amputación de nuestras más ricas provincias y de nuestras únicas riquezas fiscales, y sobre nuestra alma la amputación todavía más terrible de nuestra altivez y de nuestra vergüenza internacional.
 
No es esto, sin embargo, lo único que se ha hecho en perjuicio y vilipendio de la República; se quiere todavía hacer más: se quiere que el Perú como esclavo abyecto, como siervo ruin, como impotente eunuco que apenas sirve para cuidar y entretener una veintena de caducos, vetustos y apolillados generales, continúe entregando sus hijos, su sangre, sus riquezas, su pasado, su presente y su porvenir, su honor y sus derechos a ese mismo general en jefe, a esos mismos jefes díscolos, ineptos o desgraciados que hasta hoy lo han conducido a la ruina, continúe siendo defendido por los mismos hombres que no han sabido antes, ni saben ahora defenderlo, porque defender al Perú no es cruzarse de brazos con la sandez del mentecato después de la batalla de San Francisco, porque defender al Perú no es conmover al país con la perfidia del conspirador a las primeras noticias de nuestros desastres, y porque defender al Perú no es imponerse de hecho con el látigo del despotismo en todas las esferas de la vida administrativa, representando en unas la barbarie, en otras la locura armada, en otras la inepcia, sin otro título que la impotencia de un Luis XI de Francia y de un Carlos de España.
 
Pero como no es posible romper la Constitución del Estado, que es la única arca santa que sobrenada después del más terrible diluvio; como no es posible, ni es conveniente, ni es honrado, ni es bueno matar la República para defender un cadáver, ni mucho menos cometer la infame conspiración de los parricidas; los hombres patriotas, los republicanos convencidos,  los espíritus levantados, las almas dignas no pueden menos que subordinar los penetrantes gritos de su conciencia y los fuertes latidos de su corazón ante la imperiosa necesidad de que el régimen constitucional, el orden legal se mantenga a todo evento en la persona de sus legítimos representantes.
 
Entre tanto se nos preguntará, y con razón, ¿qué es lo que debemos hacer y lo que haremos para continuar con más confianza, fe y esperanza en la defensa de la República? La respuesta es demasiado sencilla: lo que debemos hacer no es más que apelar al patriotismo de los que dirigen la cosa pública, que se desprendan de consideraciones personales y llamen hombres nuevas para la defensa nacional, hombres nuevos en el gabinete, consejeros nuevos en la política y fieles intérpretes en todo de la voluntad de la nación.
 
Si se hace todo esto, si se tiene fe, en que el orden es el único fundamento sólido del buen suceso en las grandes crisis de los pueblos, y de una vez se conviene en que el más puro sacrificio es el que se hace navegando ciegamente a favor de las corrientes populares, en favor de la verdad del deber, no lo dudemos, la República se salvará todavía, la República vencerá a sus enemigos, la República en fin, podrá aprovechar los buenos servicios de los que hasta hoy hayan sido indolentes o remisos.
 
Si se hace todo, y se hace con la sincera y entera voluntad del amor a la patria, podremos todavía hacer la guerra, podremos todavía perdonar muchas faltas, podremos todavía estar todos unidos en el sagrario del honor nacional para no salir de allí, sino después de jurar al Dios de las naciones y Señor de los pueblos, que desde ese instante solo pensamos en la defensa de la República, que nuestra principal mira es la de formar 50.000 hombres que la defiendan, y que en la segunda campaña terrestre que comienza con el desastre del 19 del actual, en el cerro de San Francisco, hemos de corregir y corregiremos con mano de hierro nuestros errores, nuestros extravíos y nuestras debilidades de la primera campaña.
 
Pensar en ese grande ejército del Sur y nada más que en él, abandonar por ahora y hasta mejores días los proyectos de nuevas campañas marítimas, tal es y debe ser el pensamiento dominante de los nuevos hombres competentes, valerosos y de grandes concepciones que sean llamados al poder para la defensa de sus conciudadanos.
 
La hora presente impone a los jefes del Estado, el altísimo deber de llamar al Gobierno a los ciudadanos en quien se reconoce toda la importancia que se requiere para el ejercicio de las delicadas funciones; el día de hoy a nadie debe preguntarse cual ha sido en política su fuente bautismal, en nadie debe verse si es cabeza o cola de león, lo único que hay que averiguar, es si es hombre de grande voluntad, si es manifiestamente capaz de desempeñar sus funciones, si está dispuesto a jurar sobre la patria la guerra más implacable contra el enemigo extranjero, y si el nombramiento de un hombre, lejos de debilitar, enaltece el espíritu público y robustece la confianza de la nación.
 
Si nada de esto se hace, será al fin necesario que la nación se salve por si sola!
 
Fuente: Ahumada Moreno, Pascual, Guerra del Pacífico: recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia Tomo II, Imprenta i Lib. Americana de Federico T. Lathrop, Valparaiso, 1885, P. 401.

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