["La Caida del Huascar," oleo de Teófilo Castillo Guas]
Hace mas o menos cinco meses que el telégrafo con su cruel laconismo, nos traía la nueva de que la vieja Esmeralda, mandada por un héroe se habia perdido en las aguas de Iquique.
Arturo Prat — ese hombre cuyo recuerdo vivirá mientras exista Chile—habia muerto sobre el puente de un buque enemigo, combatiendo como leal i como bueno, por mantener incólume la honra de nuestro hermoso pabellón.
A partir de ese dia, el alambre eléctrico no nos habia comunicado otra cosa que decepciones.
La desgracia pesaba sobre nosotros como una fatal pesadilla de todas las horas i de todos los instantes.
Nuestros buques navegaban en un mar de plomo; nuestros marinos—aunque se llamaban Williams, Condell, Simpson, Latorre—se veian condenados por la fatalidad a ver cruzar a la distancia las naves enemigas que, mas afortunadas, no mas audaces, recorrían nuestros mares, visitaban nuestros puertos, hacian mofa de nuestra bandera inmaculada.
Tal estado de cosas no podia durar mucho tiempo.
Arturo Prat necesitaba ser vengado.
Era necesario que nuestros marinos mostrasen a la faz del mundo lo que son i lo que valen.
La revancha de la gloriosa muerte de Prat i la rehabilitación — si es permitido llamarla así—de nuestros marinos, era necesario que viniesen algún día.
Vinieron ayer.
I vinieron espléndidas, inesperadas i casi increíbles.
El terror de los mares, el fantasma de nuestras costas, la eterna pesadilla, el Huáscar, en una palabra, acababa de caer hecho pedazos en ese mismo mar que—según la prensa peruana—era demasiado pequeño para contenerlo.
Miguel Grau - la primera gloria del Perú, el héroe de las cien medallas, el osado aventurero que habia confiado a la audacia o a la casualidad la salud de su patria—habia caído también, combatiendo como leal i como bueno al pié de su bandera.
El héroe de Iquique, Arturo Prat, estaba vengado.
Nuestros marinos se habían mostrado a la altura de Chile i a la altura de su valor.
Hé ahí la tremenda noticia que el hilo eléctrico comunicó ayer a nuestra capital que, por un momento puso en duda la veracidad del telegrama.
Sin embargo, el hecho era exacto.
Las campanas echadas a vuelo; el tricolor de la República flameando en todos los edificios públicos i particulares; Santiago entero que se lanzaba a las calles embriagado de entusiasmo, ese era el aspecto que ayer presentaba nuestra hermosa capital, que en esos momentos parecía encerrar quinientos mil habitantes.
El entusiasmo era justo.
La victoria había sido espléndida.
I las manifestaciones de Santiago fueron dignas de esa victoria.
Pueblo jeneroso e ilustrado, no dejó oir un solo ¡muera! no se oyó salir de los labios un solo grito de odio o de insulto.
¡Viva Chile! ¡Viva nuestra Escuadra! Loor eterno a nuestros valientes marinos!»—esos eran los únicos gritos que en medio del entusiasmo frenético de Santiago—se escuchaban en las calles, en las plazas públicas, en todas partes.
Eso dará a nuestros adversarios la medida de lo que es Chile i de lo que siempre ha sido Chile.
Aquí se celebra la victoria, pero no se insulta al vencido; se cantan las glorias de la patria, pero no se injuria a nadie.
¿Aprovechan la lección los escritores peruanos que han pretendido mancillar la gloria purísima de Arturo Prat?
Nos permitimos dudarlo.
La noticia de la muerte de Grau produjo en Santiago honda impresión. Sencillamente afortunado o valiente en realidad, Grau era considerado entre nosotros como un hombre de honor; i a los hombres de honor acostumbra Chile respetarlos siempre.
No intentamos igualar a Grau con Arturo Prat: el capitán de la Esmeralda, no puede ser comparado con nadie.
Pero sí creemos, i lo diremos siempre, que el capitán del Huáscar, ha muerto cumpliendo con su deber.
Grau, prisionero, habria encontrado entre nosotros el aprecio i la mas franca hospitalidad. Grau, muerto, hallará en todos los chilenos el mas profundo respeto.
Chile será siempre Chile.... En presencia del espléndido triunfo obtenido por nuestra escuadra, solo nos resta ahora descubrirnos ante el glorioso pabellón de la República i unir nuestras esclamaciones a la de todo un pueblo para decir
¡VIVA CHILE!
AUGUSTO RAMÍREZ S.
Fuente: Boletín de la Guerra del Pacifico 1879-1881, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1979, P. 632.
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