[Plaza Victoria, Teatro Colón y Recova, Buenos Aires, c. 1870]
Me han de permitir los lectores que me honran tomando El Porteño—hoja deleznable de papel en que cada mañana digo al pueblo lo que siento y lo que pienso, en esta eterna tempestad de la libertad—que me siga ocupando de Grau, el alma de ese gran cuerpo que se llama el Huáscar, hasta tanto que Buenos Aires, activa, noble, sensible, entusiasta siempre, y con el corazón abierto á todas las grandes impresiones que dignifican la existencia, cumpla con su deber, es decir, hasta tanto que este pueblo ofrezca un homenaje público á la memoria del mártir glorioso, que ha hecho de su martirio, la aureola de su inmortalidad.
En mí hay un doble motivo para proceder así: el del entusiasmo del patriota ante el heroísmo del soldado: el deber de la amistad ante la tumba del amigo.
No hace muchos dias que publiqué en este diario la relacion del gran banquete que Grau me ofreció á bordo del Huáscar, en el puerto del Callao, á mi paso por el Perú, la tierra de las mugeres lindas, de los hombres espansivos, de la juventud brillante, de la raza que conserva viva una tradición gloriosa para todo americano.
Por ella se pudo ver, cuán grandes fueron los honores que Grau me tributó entonces, cuán tiernas y afectuosas las demostraciones de aprecio de que me hizo objeto allí mismo, en la cubierta de ese Huáscar, en medio de una verdadera fiesta de la fraternidad americana, sobre la cual ha caido ahora, batiéndose como un león, y legando á la historia del heroismo americano un nombre que la gloria baña y la inmortalidad consagra.
Grande y querido Grau!
Aqui le conocen, como un hombre de temple, marino esperimentado, soldado noblemente dispuesto al sacrificio, héroe que se bate con la altivéz caballeresca de un héroe de corte antiguo; pero aqui pocos son los que le conocen como hombre, como simple hombre de hogar, de sociedad, y de salón, como amigo en fin.
En esta esfera de las condiciones sociales, el almirante Grau era un hombre especial.
Su fisonomia era doblemente bella, por la regularidad de sus facciones varoniles, y por la espresion de bondad infinita que flotaba en ella, aureola de ternura que hace insinuantes á los hombres cuya frente circunda.
Hablaba, no ya con suavidad delicada, pero con esa voluptuosidad risueña que hace del tipo Peruano un tipo verdaderamente encantador, pues en general, hombres y mujeres, parecen haber nacido para los festines del deleite de los palacios orientales.
De Grau se puede decir, lo que decia Mármol de Florencio Varela «que era imposible acercarse á él sin quererle.»
Grau se imponia.
En su semblante estaba reflejada la honradez, la lealtad, esa sencilla hombría de bien que tanto dignifica al que la posee.
Uno de los oficiales del Huáscar, despues de concluido el banquete con que me obsequió á su bordo, saludándole respetilosamente en un momento que pasaba delante del grupo en que hablaban varias personas, me decía: «Todos le adoramos á bordo, desde el segundo gefe hasta el último marinero.»
Era la verdad.
En el trato íntimo, era suave, tiernísimo, casi meloso, sencillo como un niño, y sin embargo en la pelea, en el fuego de la batalla, en el huracán sangriento del combate, Grau era un jigante, un titán, un león, una alma de hierro que hace poner de pié sobre el castillete y retemplándose ante la grandeza de ese sentimiento sublime que se llama el amor á la patria, dirije la maniobra y el combate hasta que cae hecho pedazos, sin piernas, sin brazo, sin aliento y sin vida!
Grande y querido Grau!
Ha muerto ya, pero ha venido á revivir aquí, en Buenos Aires, donde su nombre tiene un recuerdo en cada memoria, y un altar en cada corazón.
Si: la pérdida de Grau ha sido sentida aqui como algo nuestro, que nos perteneciera, como si se tratase de un viejo amigo de todos, al que la muerte nos arrebata en medio de grandes esperanzas, y cuando todos le seguíamos con la impaciencia febril del que ha hecho votos por su éxito, por su dicha, por los esplendores de su victoria.
Conmovido como el que mas ante su tumba—porque á mas de lamentar la pérdida del héroe americano, lloro la pérdida del amigo querido, ayer pedia á mis colegas de la prensa, que se asociasen para concertar los medios de tributar un homenage de dolor público, á Grau, á su memoria, á su muerte, á su heroísmo, á ese bello martirio que abre al hombre las puertas de la inmortalidad, conduciéndolo á ella bajo el pálio de la gloria.
Al mismo tiempo que yo hacia la indicación en este diario— hallándome ausente de la ciudad—otros caballeros tomaban también la iniciativa para tributarle los honores que le debe la simpatía de este pueblo.
Perfectamente!
Ese es el deber de todos.
Grau está en Buenos Aires, porque está en la memoria y en el corazón de todos.
Por eso Buenos Aires se dispone á honrar á Grau, á enaltecer su heroismo, su martirio, su memoria, dignificándolo como se dignifica á estos grandes héroes del valor legendario, que son honra y préz de la América Republicana, en cuya frente altiva centellea la luz diamantina del porvenir.
Fuente: Héctor F Varela, Corona Funebre: Homenage de la República Argentina a Miguel Grau, Imprenta de El Porteño, calle Belgrano 79, 1879, P. 15.
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