sábado, 13 de julio de 2019

Relato de la Batalla de Huamachuco, por Raimundo del R. Valenzuela (Parte Final)

 

Todo hacia presumir en los primeros momentos que la pequeña división Gorostiaga hubiera perecido en Huamachuco, aplastada por el mayor número de las huestes de Cáceres, Elias, Recabarren i Prado, que se portaban escepcionalmente varoniles i heróicas i que tenian por inspiradores de esa actitud, primero la corteza de ser mas que los nuestros, i segundo, la retirada de los Zapadores impuesta por el jefe de la división como medida de prudencia, i para obligar asi al enemigo a salir de sus posiciones i a presentar combate en la pampa, junto al atrincheramiento de las huestes chilenas.

En efecto, los enemigos cayeron en la misma red en que Cáceres habia tratado de cazar a Gorostiaga. Bajaron todos del cerro de Cuyulga hasta su artillería, i tan mal se colocó ésta, que para disparar tenia que herir a las tropas peruanas, i no sabia o no se le ocurría tirar por elevación.

El hecho de ponerse los dos ejércitos al habla revela la bravura con que acometió el enemigo i su seguridad en la victoria.

Tan desesperado creyó el jefe de nuestro ejército el combate, apesar del heroísmo con que se defendía, que recurrió al espediente supremo i dio orden de calacuerda seguro de la resolución de vencer o morir de sus tropas i dispuesto él mismo a morir envuelto en su estandarte inmaculado, Se jugaba el todo por el todo: el holocausto de 1,700 hijos de Chile o el anonadamiento las huestes veteranas i aguerridas del Perú.

¡Feliz inspiración de nuestro caudillo! Era lo que esperaban los chilenos i lo que temían los peruanos.

Los últimos sintieron el ataque de repente i lo sintieron de esta manera: los de la primera fila cuando ya sus pechos estaban atravesados por las bayonetas; los de la segunda, cuando veían salir ensangrentados los relucientes aceros para sepultarse en sus corazones: tan rápida fue la embestida de nuestros soldados a la voz májica de calacuerda.

Los de las otras filas, que oían el estertor de sus compañeros moribundos i que observaban aquel muro de hombres herizados de puas, llevando en su vertijinoso avance la venganza i el esterminio, se sintieron débiles, flaquearon i huyeron.

Jamas se tocó a nuestras tropas mas oportunamente la carga a la bayoneta.

Los desesperadamente audaces fueron pronto los victoriosos; tan cierto es que el valor acompañado del deseo de sacrificarse por la patria sin otra espectativa que glorificarla con el martirio, vence los imposibles.

Un imposible vencieron nuestros bravos del Talca, del Concepcion i de Zapadores.

La línea del enemigo fué abierta, rota en cien puntos i los nuestros ya no tenian otro obstáculo para avanzar que los montones de cadáveres i el tiempo que perdían en sacar su bayoneta i en volver a clavarla.

«Los cholos huyen, ¡adelante!» era la voz de orden de aquellos bravos i seguían, seguían esparciendo el terror i la muerte!

Era inútil que los jefes enemigos pensaran a sus huestes i los obligaran a hacer cara. Era inútil que invocaran los nombres sagrados de los manes del Perú. Era inútil que con su ejemplo los incitasen a la lucha batiéndose denodadamente con nuestros oficiales i nuestros soldados i exhalando el último grito de ira i de dolor, cayesen despedazados por 20 o 30 bayonetas. No, aquellas masas de invencibles, minutos ántes alegres e insultativas, se descompajinaban i cubrían las faldas de los cerros i todos los puntos de escape, como familia de honestos castores sorprendidos por el cazador.

La caballería, a la vez que los infantes, destrozaba al enemigo, i, desafiando las bombas de los cañones, se apoderaba de ellos i a sablazos enviaban los abejos de los artilleros a aumentar el número de proyectiles que tenían prontos para la lucha.

Las nubes de humo que momentos antes envolvían a los combatientes, se divisaban a lo lejos como las últimas sombras fatídicas que ocultaban la vergüenza de los fujitivos.

El campamento estaba sembrado de cadáveres.

Los cazadores volaban por los cerros persiguiendo a las huestes derrotadas pero no alcanzaban a ningún caudillo, porqne éstos iban en mejores cabalgaduras i ayudados por las alas del miedo.

Así se esplica por qué no se capturó a Cáceres.

En el campo de batalla i cuando se  pronunció la derrota, fué tomado un estandarte del enemigo por el soldado de la 2.ª compañía del Concepción, Teodoro Rivero, quien lo entregó al coronel Gorostiaga.

Mientras tanto, parte de nuestras tropas volvieron a ocupar a Huamachuco.

Esta población estaba desierta.

Por haber estado allí tres veces las huestes talquinas i por haber sido espléndidamente tratadas desde el dia 8 en que abandonó a Huamachuco nuestro ejército para fortificarse en el cerro de Sazon, al ocupar la ciudad los peruanos, cometieron infamias horribles. Nunca pueblo alguno sufrió gabelas mas odiosas ni crueldades mas torpes que en los momentos de la ocupación de sus hermanos.

Madres, esposas i doncellas, se alejaron como de pueblo maldito de su ciudad natal i huyeron a las aldeas de los alrededores.

A la vuelta de las victoriosos principiaron también a tornar a sus hogares.

En las alturas seguía la caza de los fujitivos.

Duró ésta como hasta las nueve de la noche.

Es inútil decir que en el delirio de la persecución i de la victoria nuestros soldados no perdonaban a nadie.

Enemigo alcanzado era enemigo muerto.

¿Por qué?

Porque ellos acababan de cometer crueldades que justificaban las represalias.

Cuando los Zapadores llevaron el amago de ataque el día 10, quedaron en el campamento varios heridos, que fue imposible retirar oportunamente i los peruanos los ultimaron repasándolos. Lo mismo hicieron, nó con un guerrero hábil para la lucha, sino con un infeliz soldado del Concepción que yacía en el cerro de nuestras posiciones, enfermo de viruelas.

¿Por qué, se nos pregunta de nuevo?

¿I el aniversario de los mártires de la Concepción? ¿I los sentimientos de odio i de venganza que habia despertado la burla del ejército enemigo?

¿ Por qué?

¡I porque así se lo aconsejaba el instinto de la propia conservación i el mandato de los jefes!

¡Pobres de ellos si hubiesen perdonado a los fujitivos que de rodillas les suplicaban que no los matasen!

Puga, el negociante Puga, el para nosotros felizmente atrasado i cobarde Puga, estaba a cinco leguas de distancia con 600 hombres de reserva, bien alimentados, bien instruidos, tropa que parecía valiente i esa tropa i la que se agregaría con los fujitivos podía formar otra vez un ejército superior al nuestro i arrastrarnos a un segundo combate.

Ademas en lo de no dar cuartel al enemigo no se hacia otra cosa que corresponder a la orden de Cáceres, que, seguro de aplastarnos con el mayor número, habia mandado en todos los pueblos de los alrededores que si llegaba algún soldado de Chile, lo mataran a garrotazos si no podían de otra manera, porque la victoria de sus huestes la aseguraba como infalible i deseaba que ningún enemigo escapara «a fín de dar mi escarmiento a los invasores». 

Sin embargo, algunos oficiales tuvieron compasión de ciertos jefes fujitivos i en vez de matarlos al tocar con la espada su cuerpo, la detenían i la levantaban hacia el cielo azul de la esperanza, donde lucia la estrella de la victoria i del perdón.

Entre otros le tocó al subteniente Poblete de la 4.ª compañía del Talca alcanzar a un capitán que huia por las quebradas.

—Señor, esclamó éste, no me mate, estoi rendido.

—Por mi parte, le contestó, te concedo la vida, pero son mis jefes los que decidirán de ella. ¿Quién eres?
—Me llamo Florencio Portugal i soi capitán de artillería.

Poblete tuvo piedad de él i ordenó que tomara adelante el camino de Huamachuco.

En el tránsito le preguntó Portugal:

—¿Ustedes fusilan a los prisioneros?

—Cuando pertenecen a ejércitos regulares, nunca; pero si cuando son montoneros.

—¿Cree usted que seré fusilado?

—No me haga esa pregunta; lo sabrá pronto.

El subteniente Poblete presentó a Portugal al señor Cruz, comandante del Talca, quien le dijo que lo llevase ante el jefe de la división.

Se encontraba el señor Gorostiaga en la Plaza de Armas, montado en su caballo de combate, junto a una acequia i entre los cuerpos ya frios de Osma i de otros jefes peruanos.

Poblete i dos soldados le presentaron al fujitivo.

Portugal saltó la ancha acequia i poniendo una mano en el cuello del caballo del coronel i otra en el anca (lo que visto por Poblete sacó su revólver i apuntó sobre Portugal, teniendo una felonía) le dijo:

—Señor: soi capitán de artilleria; me he batido en Tacna, Chorrillos i Miraflores; tráteme como a buen soldado.

—Yo lo califico como montonero, le contestó Gorostiaga, prepárese a morir.

— Dispense, su señoría, pertenezco a un ejército tan regular como el que su señoria manda.

Gorostiaga dio una orden a su secretario i trató de irse.

—Una palabra, señor antes de que parta. ¿Voi a ser fusilado?

—Si. señor.

—Mas...

—Dispense, caballero; mi presencia es necesaria en otra parte.

—Señor: soi católico.

—Le concedo un cuarto de hora para que se prepare i muera como tal.

—No se vaya, señor; óigame otro momento.

—Es inútil, tengo otras cosas que hacer; hable con mi secretario.

El secretario del coronel Gorostiaga era el capitán don Isidoro Palacios, quien, dando cumplimiento a la orden de su jefe, hizo avanzar a cuatro soldados i se dispuso a fusilar al fujitivo.

Este meditó un momento i levantándose de subdito preguntó al capitán Palacios:

—Señor, ¿lleva Ud. cartera?

—Si, señor!

—¿Me permite escribir las últimas palabras de un infeliz guerrero?

—Como nó!

Portugal escribió entonces en la cartera del secretario del jefe de nuestra división: Soi Florencio Portugal,—arequipeño—i con hijos.

En seguida meditó otro instante frente a los cuatro soldados que debian ultimarlo i de pronto se paró por segunda vez i dijo:

—Señor secretario, permítame morir de pié.

—Nó, le contestó Palacios; de rodillas, como todos los montoneros.

Portugal se arrodilló, oró tres minutos con la frente inclinada sobre la mano derecha i luego, volviéndose a los tiradores, esciamó:

—Estoi listo: disparad.

Cuatro balas dieron fin a la vida de ese valiente.

Damos estos minuciosos detalles por respeto al heroísmo i para que se vea que nuestras huestes no vencieron a reclutas ni a cobardes, sino a lo mas florido del ejército del Perú, por la intelijencia, la táctica i el denuedo de sus jefes, como por la disciplina i el número de sus soldados.

Huamachuco fué la única batalla en que el Perú díó a conocer verdaderas notabilidades.

La mayoría de sus combatientes cedió al pánico de la carga a la bayoneta, pero allí tuvo el Perú heroísmos probados i glorías que deben esculpirse en bronce.

Entre los mas valientes caudillos peruanos, sobresalió el jeneral don Pedro Silva, el anciano de la gorra blanca, tan respetable por su aspecto como por su corazón.

Este jeneral habia sido infamado por la malediscencia de aquellos de sus compatriotas que sin ir a defender a la patria, entre las bocanadas de su habano de sibaritas i las vueltas de su junco de petimetres, decían que era un viejo cobarde e indigno de ceñir la espada.

El jeneral Silva, cruelmente mortificado por la calumnia, quería lavar la mancha que se le atribuía i probar que a su tez cubierta de arrugas, daba animación un espíritu fuerte i ardoroso.

Este caudillo avanzó con ímpetu i no retrocedió un momento.

Se le mató el hermoso caballo desde el cual combatía i siguió peleando a pié, espada en mano, hasta qne cayó herido i muerto.

Somos justos con amigos i enemigos i creemos que si el Perú consagra un monumento a sus huestes, debe inscribir en él el nombre del jeneral Silva, de Portugal i de Leoncio Prado.

Fuente: Valenzuela, Raimundo del R., La Batalla de Huamachuco, Imprenta Gutenberg, Santiago de Chile, 1885, P. 57.

2 comentarios:

  1. Muy interesante.
    Injustamente en el olvido la batalla de Huamachuco.
    Saludos cordiales.

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  2. Así ataca la infantería chilena: de frente, a pecho descubierto y con mucha valentía. Honor y gloria a esos jovenes soldados chilenos.

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