jueves, 2 de enero de 2020

El desierto, relato de Alberto del Solar

 [Soldados chilenos tomandose un descanso despues de marchar en el desierto bajo un sol abrasador. Boceto original del Juan Crass Carter]

El mes de abril de aquel año comenzaba. Diferentes jefes del ejército habían regresado al campamento, después de reconocer minuciosamente los diversos caminos que al través del desierto conducían a las posiciones en que debería, según todas las probabilidades, aguardarnos el enemigo.

De la futura expedición sólo sabíamos que debía llevarse a cabo por el desierto, venciendo un sinnúmero de dificultades; que partiríamos por ferrocarril hasta un punto vecino, llamado el Hospicio, para seguir desde allí a pie en jornadas de algunas leguas, con dirección a Locumba, Sama y Tacna y, por último, que nuestro equipo habría de ser lo más ligero posible, por lo pesado de las marchas, durante las cuales estaríamos obligados a llevarlo personalmente en un simple rollo a la espalda.

Tomadas estas últimas precauciones y bien provistos de charqui, pan y otros alimentos, nos ocupamos enseguida de pasar revista a la tropa, a la cual teníamos especial encargo de hacer toda clase de recomendaciones para evitar, sobre todo, la carencia de agua y víveres, que no obtendríamos ya en abundancia, pues era preciso transportar el rancho en mulas, lo que naturalmente hacía necesaria la parquedad.

La una del día sería cuando nos pusimos en marcha, almacenados, por decirlo así, en los vagones del ferrocarril insuficientes para contener las numerosas divisiones.

Los oficiales que tenían deberes de semana se acomodaban de la mejor manera posible entre los soldados de sus compañías, quedando así privados del privilegio que gozábamos los demás de poder instalarnos más o menos cómodamente en los departamentos reservados en época normal a pasajeros de segunda y primera clase.

Con el corazón feliz y llenos de entusiasmo, hacíamos resonar cien «¡hurras!» que se perdían entre el ruido de la locomotora y su tren, y el murmullo del mar, del cual nos separábamos dejándolo a cada momento a mayor distancia.

Haciendo zigzag y trepando una empinada cuesta, apenas bastaban las fuerzas de dos poderosas máquinas para arrastrar el convoy compuesto de mayor cantidad de carros que los que ordinariamente hacen el servicio de la línea, destinada por los peruanos al trasporte de pasajeros y de mercaderías, consistentes estas últimas principalmente en azúcares, cereales y vinos, elemento principal del comercio de cabotaje y del tráfico entre las poblaciones interiores y puertos de la costa.

La dificultad de la ascensión, a cada momento más lenta, se hizo después de dos horas insuperable, pues a fin de aumentar la presión, los maquinistas habían agotado su depósito de agua (provisión indispensable y preciosa en aquellas circunstancias por la escasez que de ella había) hasta el extremo de ser necesario interrumpir la marcha por falta de vapor.

Este contratiempo que, por otra parte, veníamos previniendo desde que observábamos cómo las ruedas de la locomotora, sin fuerzas para prenderse a los rieles, resbalaban furiosamente agitadas por el violento empuje de los pistones que imprimían convulsiones bruscas al convoy entero, nos dejaba, por consiguiente, en mitad de nuestro camino, destinados o a pasar en él la noche, o a seguir a pie la marcha hasta llegar a la planicie de Hospicio, donde nos aguardaban ya las otras divisiones.

Con la nuestra se había querido hacer el ensayo de facilitar la traslación; pero, por lo visto, el ferrocarril de que podía disponerse -dada la distancia, lo reducido del material y la escasez del agua- no servía para el caso.

Diose, por tanto, la orden de formación, y momentos después nos pusimos en marcha al paso de camino, es decir, sin compás alguno; pero manteniendo siempre la distancia y llevando, para más comodidad, el fusil terciado a discreción.

¡Primera marcha! ¡Cómo nos sentíamos orgullosos de emprenderla y de probarnos mutuamente nuestra resistencia!

El suelo que pisábamos era movedizo y ardiente de modo que nuestros pies caldeados por la arena, que en aquel momento recibía aún casi de lleno los rayos del sol tropical, sufrían verdaderamente.

Ignorantes de lo que son las largas caminatas por tales regiones, no habíamos querido escuchar los consejos de los más prácticos, que nos recomendaban la conveniencia de cambiar nuestras delicadas botas de cuero fino por el tosco calzado de la tropa.

Pero, a pesar de todo, nuestro amor propio vencía y ninguno de nosotros, por todo el oro del antiguo Perú, habría consentido en ser el primero que confesara el cansancio y el malestar que visiblemente se iba apoderando de todos.

Libres de hablar o no, ya que durante la marcha puede ello hacerse sin inconveniente, desde nuestros puestos nos disimulábamos nuestras sensaciones con estos o parecidos diálogos:

-Teniente, ¿cómo va el cansancio?

-Estoy como una pluma.

-¿Y el capitán X?... ¡Parece que comienza a darse por vencido!...

-¿Yo?... ¡Y ni aún con dos leguas más! Estoy acostumbrado: en la hacienda hacía todos los días excursiones iguales...

-Sí; pero no con este maldito rollo a la espalda, que ya me carga como si fuera una montaña...

Y aquí lo bueno:

-¡Ah! ¡Ah!... -ya apareció aquello: ¡El hombre lo confiesa!...

El sorprendido en tal lapsus, fatal para su prestigio, se disculpaba, trataba de explicarlo; pero sin convencer del todo a los demás.

Entre tanto los soldados, a su vez, se daban mil bromas en su estilo propio y especial...

-¡Qué hay, Rafael..., ya vais arrastrando una pata! ¡Cuidado, que hay que guardarlas para corretear a los cholos!...

Y otro:

-¡Bien haya en el potrero, largo y repelao! ¿Y no hallaremos por él una ramadita para despuntar el vicio?...

Se hacía, pues, gasto de buen humor y se marchaba riendo y chanceando todavía, pero bajando poco a poco el diapasón, que al fin de una hora alcanzaba el tono del reniego inpettore, para concluir por una maldición al maquinista y su máquina, al Perú y al desierto y sus arenales...

Al caer la tarde, es decir, después de más de cuatro horas de marcha, que nos habían parecido eternas, no era posible disimular más: todos confesábamos el cansancio y esperábamos con ansiedad el momento de hacer alto.

Según nuestros cálculos, lo más largo de la jornada debía estar ya hecho y, por consiguiente, la distancia que nos quedaría aún que recorrer no podía ser muy considerable.

Desde nuestros puestos en las filas nos era imposible darnos cuenta cabal de lo que adelantábamos en la marcha.

Juzgándolo, sin embargo, por el estado de nuestras piernas, el espacio avanzado debía ser enorme; pero ateniéndonos a lo que la vista nos indicaba, los cerros de la costa, que hacía tantas horas habíamos dejado a retaguardia, parecíannos aún de igual dimensión, sin que uno sólo de sus detalles se borrase o atenuase siquiera ante el poder de la distancia.

Por una circunstancia semejante, las sinuosidades de los pequeños montículos que se destacaban al frente en el horizonte y en la dirección que seguíamos, presentaban el mismo aspecto constantemente. A lo lejos, envueltos en una atmósfera espesa y temblona los veíamos dibujarse con mil cambiantes e indecisas ondulaciones que nos hacían el efecto de las aguas de un río correntoso. Este curioso fenómeno, debido a la rarefacción del aire por la distancia y el calor de los rayos del sol que enardecen la arena reflejándose en ella, nos llamó la atención entonces por ser la primera vez que lo veíamos. Más tarde se nos hizo, sin embargo, familiar; pero no sin darnos, de cuando en cuando, la oportunidad de observar alguna nueva circunstancia que nos sorprendía y admiraba.

El brillo del reflejo de la luz sobre la arena se atenuó de pronto, pero esa arena y el ambiente adquirieron juntos una tonalidad más subida, más profunda, algo del amarillo anaranjado, con tintes de oro, aquí y allá, en el cielo y en el suelo...

El horizonte, hacia el lado del mar, se divisaba envuelto en una especie de nimbo color de lila y color de malva. ¡Cuán hermoso!

Continuamos marchando y haciendo conjeturas sobre la distancia recorrida, sin que nuestras opiniones resultaran de acuerdo sobre el último punto.

Las indicaciones de los guías no nos eran conocidas, pues estando ellos al servicio del Estado Mayor y de los destacamentos de avanzadas, a los cuales acompañaban, no podíamos verlos. No debían tardar, sin embargo, en desvanecerse nuestras ilusiones y con ellas las esperanzas de llegar pronto al término de la caminata.

Un oficial ayudante del Estado Mayor pasaba en aquel momento por el costado de las filas comunicando a los jefes una orden superior. Suponiendo, y con razón, que por él podríamos salir de dudas, le interrogamos al punto:

-¿Qué distancia nos queda aún?

-Otro tanto de lo andado...

-¿Para llegar a Hospicio?...

-Para hacer el primer alto y descansar.

-Acamparemos entonces en despoblado...

-A lomo de arena... y ¡abur!, ¡que voy deprisa!...

Se comprenderá el efecto que en nuestro ánimo hizo tal noticia: (¡Otro tanto!... ¡y habíamos andado más de cuatro horas!...) ¿Cómo podía ser que, caminando a buen paso, constantemente, y sin hacer otras paradillas que las necesarias para dejar que las filas de adelante tomaran su distancia, sólo hubiéramos llegado a mitad de camino?

Este problema, sin solución para mí entonces, pude resolverlo sencillamente más tarde con la experiencia, que me demostró que cada paso que se da sobre la arena profunda y movediza equivale sólo a medio paso sobre terreno firme, a causa de que el pie resbala hacia atrás haciendo que el cuerpo se incline involuntariamente, todo lo cual contribuye a fatigarlo y aun a extenuar las fuerzas en poco tiempo.

Comenzaba ya a anochecer cuando empezamos a descender un plano inclinado de terreno que, haciéndose más y más irregular, convertía la marcha en un verdadero tormento. El rollo en la espalda, el revólver con sus cien tiros y el sable del cinto aumentaban poderosamente la dificultad, sobre todo por haber tenido nosotros la fantasía de proveernos en la maestranza de artillería de Santiago de unas hojas toledanas de tamal-,-o sólo apropiado al uso de la tropa de caballería, que habían formado parte del armamento de la fragata española María Isabel. ¡Este sable pesadísimo, con su vaina de metal, nos había parecido más eficaz para el caso de un combate cuerpo a cuerpo! Su inutilidad y sus inconvenientes sólo se nos ponían de manifiesto cuando ya no había remedio.

Sin lo excepcional, pues, de mi situación, me habría sido dado admirar, en toda su imponente grandiosidad, el espectáculo de la puesta del sol en el desierto. Más tarde, acampado sobre las altas mesetas que forman muralla a los valles profundos, únicos oasis de ese cruelísimo despoblado, no podía menos que reflexionar en lo poco que valen para el hombre los esplendores de la naturaleza y la magnificencia de sus más sublimes manifestaciones, cuando para admirarlos le faltan a la vez la tranquilidad del espíritu y el reposo del cuerpo. Según mis ideas de entonces, ni Horacio, ni Quintana, ni Fray Luis de León, ni Rioja, debieron sentirse cansados y hambrientos, cuando entonaron sus cantos magistrales en alabanza de la creación.

Por una peculiaridad rara y enteramente especial de aquel desierto y su clima caprichoso, al caer de la tarde la temperatura cambia bruscamente, de modo que de insoportable por lo ardiente, pasa a ser intensamente fría, y tanto que durante la noche las brisas heladas entumecen el cuerpo, no bastando el abrigo más denso para entibiarlo.

La marcha en tales casos es el mejor preservativo; pero allí, lenta, como forzosamente tenía que ser por la fatiga y la debilidad, no producía el resultado benéfico que habría sido tan útil. Fue necesario, pues, desenrollar el capote y cubrir con él las espaldas, alzando el capuchón, con lo cual, más que de soldados parecía el regimiento una peregrinación de silenciosos frailes franciscanos.

Muy pronto la oscuridad se hizo absoluta: las constelaciones brillaban en un cielo purísimo cuya limpidez no enturbiaba una sola nube, pero sin que su luz pálida y tenue alcanzase a despejar el manto de negras tinieblas tendido en toda su inmensa extensión sobre la superficie del suelo arenoso.

El silencio absoluto e imponente de la noche, turbado sólo por el ruido uniforme de los yataganes que chocaban con las caramayolas de metal daba aún mayor sombra a ese cuadro de tintas negras y monótonas digno de un agua fuerte a lo Raffet, y que no se borrará jamás de mi memoria. En esos momentos por vez primera me sentía preocupado y pensaba en la posibilidad de una sorpresa, que hubiera sido de fatales consecuencias para los nuestros.

Instintivamente clavaba la vista en el horizonte, hundiéndola en la oscuridad y mantenía el oído atento al menor ruido, que en ocasiones me parecía como el de un lejano y nutrido tiroteo de fuego graneado. ¡Curioso poder de la imaginación, bajo cuyo imperio, no obstante, han confesado después haberse encontrado la mayor parte de mis compañeros, sobre todo durante los servicios de avanzadas en puestos cercanos al enemigo!...

Pasaron dos horas más sin la menor novedad. Al cabo de ellas, por el rumor que desde la cabeza de las filas venía trasmitiéndose sucesivamente hasta las de mi compañía, pude cerciorarme de que tocábamos el término de la jornada de aquel día y que el punto en que debíamos acampar estaba cercano. Esta idea me dio nuevas fuerzas, cosa que debió suceder igualmente a los demás, pues las hileras comenzaron a redoblar el paso.

No me había equivocado: cinco o diez minutos después recibíamos la orden de hacer alto y acampar.

Los ayudantes abandonaban su colocación al lado del coronel y trasmitían la orden de descansar, recomendando el silencio y la abstención de fumar, sacrificio bien penoso para los soldados, que hubieran dado meses de suple por el permiso de una puchadita, como decían.

Hecho el orden en la tropa y seguros ya de que todos quedaban en sus puestos, nos ocupamos en arreglar nuestra cama para entregarnos al sueño que tanto necesitábamos... (¡Nuestra cama!...) ¿Podían merecer este nombre una mala manta y un capote?... Y, sin embargo, era lo único de que disponíamos, pues el resto del equipo se hallaba, con el de los demás cuerpos de la división, a mucha distancia aún, trasportado por las mulas que conducían los arrieros destinados a este trabajo, bajo la custodia de los piquetes designados para el caso.

A poca distancia de nosotros, en medio de la oscuridad, se divisaba un bulto de forma regular, pero que no podía distinguirse bien. Como hasta aquel momento habíamos seguido la línea férrea, se nos ocurrió que sería la casucha de algún guarda y, en tal caso, ¡qué recurso!... A lo menos algunos de nosotros podríamos pasar la noche bajo techo.

Un capitán, dos tenientes y tres subtenientes de los que pertenecíamos a las compañías cuya colocación correspondía al lugar en que se hallaba aquello que suponíamos ser hospedaje -y quienes, por tanto, quedábamos en situación de alejarnos unos pasos sin inconveniente y sin faltar a nuestro deber-, nos dirigimos hacia el bulto con la intención de tomar tranquila posesión de él, pues debía hallarse abandonado.

No tardamos en convencernos de nuestra buena suerte; el objeto que veíamos servía para el caso maravillosamente: el descuido de la administración de los ferrocarriles del Perú nos favorecía, procurándonos un alojamiento inesperado. Con efecto, por una casualidad grande y atribuida sólo a negligencia, se hallaba a poca distancia de los rieles, medio enterrado en la arena, un vagón de carga, desmantelado de puertas y ruedas, pero techado aún y más o menos exento de rendijas y aberturas en las paredes.

Arreglamos nuestras mantas, que a la vez nos servían de colchón y frazadas -pues las doblábamos en el extremo para cubrirnos así los pies- y, haciéndonos mutuamente almohadas de nuestros cuerpos, nos tendimos, forrados en los capotes, con el capuchón calado hasta las orejas. Sin más preámbulos, tras de cuatro o cinco chanzas con que celebrábamos los diversos incidentes que iban haciendo poco a poco, y a medida que nos colocábamos, más cómicas y curiosas nuestras posiciones respectivas, nos quedamos profundamente dormidos.

Por lo que a mí toca, me sentía tan molido y fatigado que hoy me admiro de cómo tuve aún ánimos para tomar mi parte en el jaleo, y sólo recuerdo que un minuto después me dormí con un sueño tan pesado como no lo he tenido en mi vida. Debí, soñar, sin duda, porque a la mañana siguiente, al abrir los ojos, aún me creía muellemente engolfado entre las sábanas de mi cama y renegando de no haber notado que las persianas de mi cuarto quedaban abiertas la noche anterior... ¡Tanta era la luz del sol que entraba «como por su casa» por entre las rendijas del vagón providencial!...

Fuente: Solar, Alberto de, Diario de Campaña, Edit. Valenzuela Solis de Ovando, Santiago de Chile, 2002, P. 47.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario